Tramp Royale - Robert A. Heinlein en la Argentina (1954)

 
Hace varios años que vengo notando que los cuentos de ciencia ficción escritos por Robert A Heinlein tienen referencias a los países Latinoamericanos y, en muchos casos, a la Argentina y Buenos Aires.
Lanzándome a la investigación me encontré, tal como había sospechado, que el autor visitó nuestras tierras y que escribió un libro con sus vivencias el cual se público muchos años después de su muerte.
Recomienda ampliamente que cualquiera que le interesa lea el libro. El estilo de Heinlein es franco y coloquial, uno siente casi como si se estuviera sentado en el living de la casa del autor escuchando sus relatos.
Dado que solo se encuentra en inglés me tomé la molestia de traducir por completo el capitulo dedicado a nuestro país, el cual les ofrezco a continuación para su deleite y para que saquen sus propias conclusiones.


Hace varios años que vengo notando que los cuentos de ciencia ficción escritos por Robert A Heinlein tienen referencias a los países Latinoamericanos y, en muchos casos, a la Argentina y Buenos Aires. Casos como Starship Troopers (donde una guerra intergalactica se desata tras la destrucción de nuestra capital); Extraño en Tierras Extrañas (donde se hace una referencia a un presidente Argentino que escapa de la justicia yéndose a Uruguay) o La Luna es una Amante Complicada (donde uno de los directores de la compañía que controla el comercio con la Luna es acusado de regentear cabarets en la Calle Florida); hacen pensar que Heinlein sabía de que hablaba cuando se refería a estas tierras australes.
Lanzándome a la investigación me encontré, tal como había sospechado, que el autor visitó nuestras tierras y que escribió un libro con sus vivencias el cual se público muchos años después de su muerte. El libro se llama Tramp Royale y es una interesante muestra de como veía un norteamericano a nuestro país hacía 1954. fecha en la que realiza el viaje.
Este libro es un documento impresionante que relata las costumbres diarias de las personas en nuestro país desde el punto de vista de un turista que intenta ser lo más analítico posible, contándonos los hechos tal como los ve y los vive.
Recomienda ampliamente que cualquiera que le interesa lea el libro. El estilo de Heinlein es franco y coloquial, uno siente casi como si se estuviera sentado en el living de la casa del autor escuchando sus relatos.
Dado que solo se encuentra en inglés me tomé la molestia de traducir por completo el capitulo dedicado a nuestro país, el cual les ofrezco a continuación para su deleite y para que saquen sus propias conclusiones.

Capítulo V
La Tierra de “Papá[1]
Había una vez un gran, elegante y gordo perro Argentino que se encontró con un pequeño, delgado y desdichado perro Chileno en la frontera de ambos países. Intercambiaron olfateadas y descubrieron que cada uno se dirigía a la tierra nativa del otro.
“¿Pero por qué?” Quiso saber el perro chileno “No sabes a donde te estas metiendo. Amo mi tierra nativa pero tengo que cambiar; no tuve una comida decente en meses. Pero la Argentina ya es tu tierra natal y estas bien alimentado, gordo, saludable, obviamente en excelente estado… Entonces ¿Por qué no te quedas donde estás bien?”
El perro Argentino miró por encima de su hombro y entonces susurró detrás de su pata “Quiero ladrar”.
Escuché la anterior anécdota en Brasil. Es una representación justa de las diferencias entre ambos países. Cuando Ticky[2] estaba preparando nuestro itinerario planeó que nos quedáramos solo cuatro días en la Argentina, suponiendo que cuatro días era la mayor cantidad de tiempo que podría mantener la boca cerrada. Yo creía que estaba siendo muy optimista; Ticky tiene el vicio de decir la verdad. Solo esperaba que la policía de Perón fuera, o muy caballerosa, o muy precavida para no enviar a una señora de Estados Unidos a la prisión.
Resultó que nos quedamos mucho más de cuatro días, ya que nuestro barco, como es rutinario con los barcos, se encontraba muy atrasado en su itinerario. Y para nuestra grata sorpresa descubrimos que nos gustó mucho Argentina. Esperen un minuto, no quiero ser confundido con un cuasi-fascista, o como sea que los comunistas estén llamando a los autoritarios que no sean comunistas. No me gustan los estados policiacos. Como el gordo perro Argentino, no me importa lo bien que esté, a mí me gusta ladrar. Pero sí nos gustó el país llamado Argentina y nos gustaron mucho sus ciudadanos.
Sin embargo voy a decir algunas cosas buenas sobre el actual gobierno de Argentina. Solo pido que se tenga en cuenta que únicamente trato de reportar lo que vi y lo que escuché y que puede haber una gran diferencia ente las dictaduras, como la de Perón en Argentina, y la Alemania bajo Hitler.
Las observaciones que hago no implican aprobación a la supresión de la libertad de reunión, de prensa, de expresión o de los partidos de oposición, ni el encarcelamiento de los líderes opositores. Mientras escribo esto Argentina acaba de tener nuevas elecciones. Perón las ganó, como es normal y también, como es normal, el partido opositor, desempolvado para la campaña, fue rápidamente suprimido cuando concluyó la elección. Este no es nuestra noción de una libre elección democrática.
Pero tuvimos la fuerte impresión que el Presidente Perón disfruta de un amplio apoyo popular y probablemente podría ganar una elección honesta por una amplia mayoría. Ciertamente no está dejando nada librado al azar. Han habido varias elecciones desde que tomó el poder y las ha ganado a todas, pero estas han sido de la calidad de una elección en un club social que está dominado por una camarilla que controla tanto el comité nominal como el comité de socios; la oposición puede quedarse en la cama o en Montevideo, a donde muchos de ellos se han mudado a un exilio permanente.
Sin embargo creo que hay tantos argentinos que les gusta “Papá” Perón como hay de nosotros que nos gusta Ike[3]. Como uno de ellos me dijo “Prácticamente todos lo queremos, o la mayoría de las cosas que hizo, pero prácticamente todo el mundo la odia a ella”. Fui incapaz de juzgar la segunda parte de esta declaración; Eva Perón ya había dejado este mundo cuando estuvimos allí y pocas personas mencionaron su nombre. No es que fuera posible olvidarla, su nombre y su cara estaban en todos lados, pero ya no era un tema de discusión. Se veía como si Perón fuera prisionero de un mito que él ayudó a crear. No veo como sea posible que vuelva a casarse si alguna vez deseara hacerlo. Convirtió a su difunda esposa en una especie de santa de facto; sería extraño, en el mejor de los casos, que se casara con una mujer “ordinaria”.
Le pregunté a mi informante porque Evita no era querida mientras que Perón sí. “Le voy a dar un par de ejemplos. Cuando Eva era una actriz joven perdió un papel en una obra contra otra actriz más reconocida. Juró que se iba a vengar de ella. Y lo hizo, cuando se convirtió en la mujer del presidente no solo usó sus influencias para evitar que volvieran a trabajar, sino que también la echó del país. Ese era el tipo de mujer vengativa que era y mucha gente lo sabía. O este caso, hace un tiempo las chicas empleadas en las tiendas necesitaban un aumento, por lo que los líderes del sindicato fueron a ver a Eva. Ella se encargaba de ese tipo de cosas.
Dijo que lo iba a pensar. Las cosas siguieron por varios meses mientras “lo pensaba”. De golpe se anunció un aumento para las empleadas mujeres que entraría en vigencia, pero con la paga retroactiva al principio del año. ¿Un gran bono para las chicas? ¡Oh no! La diferencia acumulada debía ser pagada a la Fundación Eva Perón. Las empleadas quedaban contentas con el aumento y sabían muy bien quién se los consiguió (Evita) y Evita iba a tener en sus manos varios millones de pesos”
“¿Y los usaba para si misma?”
“Bueno, no… Sí y no. No podía gastar mucho en sí misma, sin importar cuantos sacos de piel se comprara. Había demasiado. Pero nunca hubo un control del dinero que pasaba por la Fundación, de donde venía o a donde iba. Evita solía dar entrevistas en una oficina de la Fundación donde la gente le contaba sus historias. Si la conmovían, abría un cajón lleno de dinero y entregaba un puñado, sin control ni seguimiento.
“Eso sí” agregó “no estoy diciendo que la Fundación Eva Perón no haya hecho cosas buenas. Hizo muchas cosas buenas y sigue haciéndolo. Hospitales, orfanatos, todo ese tipo de cosas”.
No sé qué tan verídicas sean las historias, pero parecen ser típicas opiniones populares. Una de las cosas raras del estado policial de Argentina  es que al ciudadano ordinario se lo veía muy dispuesto a hablar de política y expresar críticas al gobierno. No cabía duda que los Peronistas recortaron las libertades civiles y suprimieron a la oposición, y aun así la mayoría de los ciudadanos parecían sentir que eran libres y estaban bien gobernados.
No entiendo esto, sin embargo voy a ofrecer algunas opiniones. No puedo estar mucho más equivocado que los comentaristas profesionales. Sospecho que el sudamericano típico tiene un espíritu tan libre que no soportaría un duro control policial; si no puede decir lo que piensa, se va a rebelar. En consecuencia, un dictador sudamericano no puede hacer el tipo de cosas que haría un comisario[4]; el jefe sudamericano tiene que conseguir un verdadero apoyo popular para mantenerse en el poder. Sin duda Perón lo ha buscado, y conseguido, de los “descamisados”. Además parece tener mucho apoyo de la clase media.
Argentina carece de nuestra firme tradición en libertades civiles y el proceso democrático; el ciudadano es más propenso a juzgar los resultados a los métodos, la escuela de ciencia política de “Mussolini-hacia-funcionar-los-trenes-a-tiempo”.
En todo Buenos Aires vimos grandes carteles PERÓN CUMPLE (lo cual se traduce, libremente, como: Perón cumple su palabra, Perón termina tal o cual obra pública tal como prometió). Este tipo de cosas dejaría a la gente impresionada incluso en los Estados Unidos. La ciudad en la que crecí estaba dominada por la maquinaria de Pendergast[5]; puedo atestiguar que mis vecinos estaban más interesados por la calidad del pavimento en su cuadra (que era bueno) que de la corrupción en el Ayuntamiento relacionada con ese pavimento (que era escandaloso).
En muchas formas Perón luce bien comparado con sus predecesores. Escuchamos comentarios despectivos sobre el presidente al que echó, como que pasaba todo su tiempo disfrutando de la vida nocturna de Buenos Aires y nunca trabajaba. Nadie podía acusar a Perón de ser un vago. Su día de trabajo empieza a las seis de la mañana y casi cualquier persona que quiera una audiencia personal con él puede conseguirla si puede levantarse a tiempo para verlo a esa hora.
Su amor por los niños parece ser sincero y sin duda suma a su popularidad. Hace poco le donó su casa de campo a los niños de Argentina, afirmando que un soltero no la necesita. En todas partes de Buenos Aires uno puede encontrarse con sus frases “En la nueva Argentina los únicos privilegiados son los niños” – Presidente Juan Perón. Este alarde no es enteramente real por mucho, pero él parece sincero en su intención de conseguirlo y encaja perfectamente con el temperamento de la gente; los niños son muy valorados aquí.
Sumado a todo lo anterior, es un orador habilidoso. Una vez lo escuchamos hablar; su estilo es efectivo como el de Hitler. El contenido era un vacío semántico; afirmaba que la Argentina es una gran nación porque tiene ideales y corazón y vagas abstracciones por el estilo. Pero en un momento se detuvo de golpe, cambió su actitud abruptamente y dijo bruscamente “¡Díganle a esos policías que dejen de molestar a los ciudadanos y que se vayan!”
La multitud lo disfrutó por completo.
Quizás fue un brote del momento, la inspiración de un orador público talentoso o incluso un plan meticulosamente preparado. De todas formas era política inteligente.
Ahora dejemos el asunto de la política. Nos tomó tres horas para cruzar volando Sur América y tres horas más desde que aterrizamos hasta que llegamos al hotel, entre las formalidades de ingreso y un viaje interminable del aeropuerto al centro. Los aviones hicieron la mitad del trabajo para que los viajes sean rápidos y simples; la otra mitad todavía está por hacerse.
Mientras nos registrábamos en el Plaza Hotel se nos pidió amablemente que entregáramos nuestros pasaportes; la policía los pedía. Ticky dijo “¡No!” con firmeza.
El recepcionista quedó avergonzado pero repitió pacientemente y con firmeza su pedido. Finalmente acordé que lo haríamos pero insistí en que nos dieran un recibo con el número de serie de los pasaportes, los cuales fueron provistos por el recepcionista junto con tarjetas policiales para cada uno de nosotros. No tenía la más mínima idea de para que podría querer nuestros pasaportes la policía de Perón, pero se los quedaron por varios días hasta que nos los devolvieron.
El Hotel Plaza no es tan nuevo como el Carrera[6] pero es igualmente lujoso. Nuestro cuarto, una semi-suite, era el doble de grande que el cuarto de la mayoría de los hoteles, podía dividirse en un living y una habitación por medio de grandes cortinas. Los muebles y la decoración me recordó a la década Mauve[7] pero las camas eran modernas. El ítem más sorprendente eran las toallas de baño que eran mucho de mucho del muchísimo. Eran enormes toallas turcas, de cinco por seis pies[8], lo suficientemente grandes para ser usadas como una toga. Era cansador tratar de secarse con una; era necesario un lacayo para sostener la otra punta. Cortarle un pedazo de un lado habría sido mucho más práctico. Pero comparado con los restos modestos de trapo resistentes al agua que daban algunos moteles de Estados Unidos no estaba dispuesto a quejarme.
El día siguiente fue un domingo. Los negocios estaban cerrados y las calles desiertas;  salimos a pasear para tratar de sentir un poco la ciudad. Buenos Aires es una ciudad realmente grande, tanto como Los Ángeles o Chicago y mucho más linda que cualquiera de las dos. Es demasiado grande para sus suburbios desde un punto de vista de salud económica. Si la ciudad de New York tuviera proporcionalmente el mismo tamaño tendría cuarenta millones de habitantes.
Pero no es sorprendente que la mayoría de los argentinos quieran vivir en la capital, si es posible; es una metrópolis hermosa y encantadora, no una villa engrandecida que busca un alma como algunas de nuestras ciudades, a las que no voy a nombrar por miedo a ser linchado. Tiene más de doscientas plazas y parques, algunos de ellos de gran tamaño, todos ellos de gran belleza, abundantes en flores, árboles y estatuas. Resulta que soy un gran amante de las estatuas y las he buscado en los Estados Unidos de frontera a frontera y de costa a costa, mirándolas allí donde pueda encontrar una. Y es una colección muy pobre. Por qué la gente más rica del mundo, que acceden voluntariamente a vaciar sus bolsillos para cualquier cosa, desde donaciones para los inundados en Siam a una televisión de 21 pulgadas, no son capaces de juntarse y comprar una estatua es algo que no comprendo. Cualquiera de las ciudades de Sudamérica está cargada de estatuas, desde las comunes y corrientes estatuas ecuestres, algunas excelentes y algunas pocas, soberbias.
Buenos Aires, siendo una ciudad grande tiene muchas estatuas, probablemente más de las que tendría una ciudad de su proporción. Muchas de ellas eran académicas en su concepción pero, en un gran parque cerca de la Residencia Presidencial de la ciudad vimos algo que parecía vagamente a un barco o también a un gran martillo de un buscador de oro balanceándose en su cabeza. Era heroica en tamaño y concepción y la forma era agradable pero no logré descubrir que era lo que pretendía ser. Le pregunté al guía que estaba con nosotros en ese momento.
Sonrió amablemente “Uruguay nos dio eso como señal de amistad entre los dos países, así que lo ensamblamos ahí. Pero jamás fuimos capaces de averiguar que es”.
El lunes llegó el momento de hacer turismo en serio. En cualquier país, para la mayoría de los viajantes como nosotros, siempre está la frustrante elección entre ver las cosas al azar, disfrutándolo y tratando de empaparse en el sabor del país, o planificarlo con gran determinación para sacar el máximo del limitado tiempo y dinero disponibles. El primer método es, por mucho, el mejor si a uno le sobra el tiempo y el dinero para costear el estar varios meses en cada país y buena parte de la vida viajando. El segundo método es casi como una opción de Hobson[9] para la mayoría de nosotros, lo cual implica un duro sacrificio.
Ticky y yo tratamos de hacer un poco de ambos, lo que significaba que obligadamente nos perdimos de muchas cosas. (“¿Qué? ¿Estuviste en Ruritania y no viste el laberinto? ¡Querido, desperdiciaste todo el viaje!”). La vida es una gran mesa de Smorgasbord[10]; podes probar un poco de acá y allá con placer, pero si intentas tragarte todo simplemente vas a terminar enfermo. Quizás pueda resultar más importante visitar a una gata y sus gatitos en un mercado de libros al aire libre que ver todos los laberintos en todas las Ruritanias.
Ticky y yo fuimos al escritorio del conserje del Plaza y le preguntamos si había un conductor de taxi que hablara inglés. Sabíamos que Buenos Aires tiene un sistema de subterráneos que nos llevaría a cualquier lugar más rápido y más barato que cualquier taxi, pero hacer turismo desde un subterráneo es como dar un beso por teléfono. El conserje nos consiguió un conductor, un guía licenciado llamado Herman Freudenberger, quien se convertiría en nuestro amigo más cercano en Argentina. Era un joven bien preparado y apuesto que estaba graduado de la universidad en administración de campos, pero dejó la agricultura para volverse un guía turístico. Como nos explicó, el asistente del gerente de un gran campo no tiene otra cosa que esperar que la muerte del gerente; él quería casarse y el negocio del guía daba ganancias mucho más rápido.
Herman hablaba español, Portugués, Inglés, Alemán y Francés; era un turista muy raro el que pudiera tomarlo desprevenido. Además tenía algo de gran importancia: amaba su país, estaba orgulloso de él y sabía su historia. Sus padres eran judíos alemanes; Herman era tan argentino como el Libertador San Martín.
No esperaba nada. Si agregábamos un regalo por algún servicio especial, él lo aceptaba cortésmente, y si pagábamos el precio exacto por el tiempo o la distancia era igualmente de cortes. A todo momento se comportó como un caballero Latinoamericano, como nuestro anfitrión en el país y no como un empleado a sueldo.
Herman primero nos llevó en un rápido tour por los principales puntos de la ciudad. Demos por hecho que vimos cosas como la Casa Rosada, la estatua de San Martín, el monumento a Colón, embajadas, ministerios, Plaza Congreso, el obelisco que conmemora los cuatro siglos de la fundación de Buenos Aires, la galería de arte nacional; por supuesto que vimos tales cosas y también las vas a ver cuando vayas. Pero se puede aprender más de esos lugares con cinco minutos mirando imágenes en el National Geographic que con diez mil palabras de descripciones. Describir un edificio público es tan fútil como describir una mujer hermosa; en ambos el medio adecuado es la fotografía.
Todo lo anterior tomó más de un viaje en más de un día; Buenos Aires es grande. Pero vimos otras cosas. Herman nos llevó hasta el estuario para que viéramos el barco Holandés en el que navegaríamos la semana siguiente. La ribera de Buenos Aires es más linda que la mayoría, aunque los muelles y los depósitos de un puerto grande y ocupado no pueden competir en belleza con otros atractivos. Pero mientras estábamos ahí Herman apuntó hacía un gran planta eléctrica municipal. “Ahí es donde quemamos café durante la guerra”.
“¿Café?” Respondí pensando con horror en precio actual.
“Si, teníamos café que no podíamos vender ni regalar y nos faltaba carbón. Le daba a la zona un aroma especial”.
Estaba demasiado pasmado para responder. Me pareció el más trágico desperdicio de materias primas desde el tiempo en que los aztecas practicaban el sacrificio de vírgenes.
Más tarde nos mostró la Avenida Nueve de Julio, la calle más ancha del mundo. Si se traduce el nombre como “Cuatro de Julio” en vez de “Nueve de Julio” nos encontramos con el significado local del término: el Bulevar del Día de la Independencia. Ciertamente era ancho, haciendo que incluso la Calle Canal en Nueva Orleans pareciera un callejón. Casi del tamaño de ocho taxis sin contar amplios y parquizados bulevares.
“¿Cómo hicieron para que sea tan grande?”
“Oh, el Presidente Perón decidió que necesitábamos un gran bulevar por el centro de la ciudad así que ordenó que se demolieran todos los edificios en una fila de cuadras y se los uniera con las calles adyacentes. Y así quedó”[11].
Condujo por una rampa y nos encontramos en un estacionamiento y estación de servicios subterráneos. “Este es el espacio de estacionamiento subterráneo más grande del mundo. Aquí es donde los empresarios de Buenos Aires dejan sus coches durante el día”.
No estaba preparado para discutirlo; las cavernas parecían seguir sin fin hasta perderse en la penumbra. Explicaba lo que parecía ser una completa ausencia de espacios para estacionar en el centro de Buenos Aires. Esta ciudad de cuatrocientos años no estaba diseñada para automóviles. “Pero supongamos que estacionan aquí” objeté “eso igual los dejaría a una milla[12] o más de sus oficinas”.
“¿Eh? ¿Por qué? Sus choferes los llevan hasta sus oficinas, después dejan el auto en este lugar y los van a buscar más tarde”.
“¿Pero como hacen los que no tienen chofer?”.
“¿Perdón? Oh… En Argentina cualquier a que pueda pagar un auto privado puede, sin duda, pagarse un chofer”.
Descubrí que el auto que manejaba no era suyo sino la inversión de un hombre de dinero para quien lo conducía por una porción de la ganancia. Estábamos descubriendo y aun nos faltaba aprender que la industria automotriz de Detroit es la productora de ganancias más codiciada del mundo. En Argentina, y en muchos otros países, la importación de autos Americanos está estrictamente controlada y obtener una licencia para hacerlo es difícil de conseguir. Bajo estas condiciones un auto de Estados Unidos es increíblemente caro, no solo para cubrir el flete marítimo y el arancel, sino que el precio original se triplica, cuadruplica e incluso quintuplica.
Pero incluso a esos precios monstruosos son muy deseados; nos aseguraron que, a pesar del costo, había más autos norteamericanos que de los más baratos autos europeos. Un Ford o un Chevrolet pueden ser conducidos continuamente por más de trecientas mil millas[13] y lo soportaría; un auto europeo, excepto el Rolls Royce, se caería a pedazos con mucho menos abuso que eso.
No soy ni un experto en automóviles ni un agente de campo de la Cámara de Comercio de Detroit; informo lo que escucho de los conductores de cuatro países, muchos de los cuales no eran especialmente amistosos con los Estados Unidos. De hecho, en muchos casos, parecía que nos echaban la culpa de que sus propios gobiernos hicieran tan difícil el importar autos Americanos. La respuesta a esto está relacionada con el complicado asunto de la tasa de cambio y las divisas controladas, pero existe un mercado potencial en el exterior, para millones de autos Americanos, al que no podemos llegar.
Herman nos llevó al mercado de ganado, que se ve muy parecido a los corrales de Kansas City o Chicago, y era comparable en tamaño y métodos modernos, siendo Argentina la carnicería del mundo entero. La mayoría del ganado eran grandes y hermosos Herefords, grandes chuletas cuadradas con orejas en una punta y una cola en la otra. Viniendo de un país ganadero nos resultó interesante pero nada nuevo. Lo que si nos interesaba eran los gauchos y sus caballos.
Los ganaderos son ganaderos, sin importar la lengua que hablen. Aunque los gauchos nos parecían extraños en su vestimenta, sus trajes son tan prácticos como el equipo típico de nuestros cowboys. Usan pantalones holgados (bombachas) en vez de Levi’s y chaparreras, un estilo diferente de sombrero para el sol y un tipo diferente de botas; estas diferencias son tan insignificantes como las diferencias entre los uniformes y las insignias de los Marines de Estados Unidos y la Legión Francesa. El poncho y la bombacha hacen que el gaucho parezca gordo; nuestra ropa del oeste hace que un hombre se vea más delgado de lo que es, lo cual no importa, ambas son vistosas y sirven para el trabajo que tienen que hacer.
Pero sus caballos no son como nuestros refinados y pequeños caballos vaqueros. El gaucho hace poco o ningún uso del lazo; en vez de eso tiene las boleadoras, tres tiras de cuero crudo entrelazado pegadas en la punta y con un peso metálico atado a cada una de las otras puntas. Puede hacerlo girar sobre su cabeza, dejarlo volar por el aire, y derribar el animal al enredarse en las patas de la bestia desde mucho más lejos delo que sería posible enlazarlo.
Pero el gaucho tampoco utiliza muy seguido esta herramienta con el ganado, sino que lo reserva para los avestruces o simplemente para cazar por deporte. Creen en que hay que tratar al ganado cuidadosamente, no tiene sentido hacer pasar a la vaca por un shock nervioso cuando se la está tratando de engordar para el mercado. Sus caballos son una raza petiza, anchos en el pecho y con fuertes músculos; están entrenados para manejar al ganado pecheándolos, empujándolos para el lado que quieren que vayan.
Más tarde descubrimos que el ganadero de Australia no utiliza ningún tipo de cuerda. Si un cowboy australiano encuentra necesario manejar al animal por cualquier motivo, lo cual no ocurre a menudo, simplemente lo va a montar, agarrarlo de la cola y retorcerla para dirigirlo. Los australianos tampoco utilizan el lazo. Y tampoco vimos ningún tipo de equipamiento de ese estilo por los ganaderos de Sudáfrica. Comienzo a preguntarme si el orgulloso arte del rodeo Americano no será más que una acrobacia obsoleta, tan útil como el esgrima. Quizás le sacamos muchas hamburguesas de nuestros animales innecesariamente solo para mostrar lo inteligente que somos con una soga.
Arriesgué mi hermoso traje de negocios para probar la silla del gaucho. Resultó que el caballo era neck-reined[14], pero no hablaba inglés y el gaucho usa tanto la fusta (rebenque) y pesadas espuelas así que no duré mucho. La silla del gaucho no es para nada como las “sillas mecedoras” del oeste; en vez de sentarte en ella uno se sienta sobre ella y está armada como una cama de plumas, con capa sobre capa de mantas, relleno de cuero de oveja y cuero. Hay tanto entre el jinete y el caballo que es difícil sentir al animal. Me gusta más estar en contacto íntimo si él y yo esperamos formar un comité cercano, sin estar separados por un colchón de mantas.
La silla tiene estribos, grandes discos de metal con agujeros del tamaño de una bota, pero no me pareció que sirvieran de mucho; parecía que existían solo para que el gaucho supiera donde estaban sus pies. Son un derivado de un estilo mucho más simple de estribos, una tira de cuero crudo ataja alrededor de un palito. Antiguamente el gaucho ponía sus dedos del pie sobre el palo, con la tira pasando entre el dedo gordo y el segundo dedo del pie; se lo veía como un estribo pero no parecía que pudiera aplicársele mucho peso durante un aprieto.
Herman nos indicó este viejo estilo de estribos en una estatua llamada El Gaucho que estaba en un pequeño parque frente a la entrada principal del corral. Era un hermoso trabajo, comparable en su calidad artística y su estilo a “The Scout” o “The End of theTrail”. El caballo de la escultura parecía ser el mismo tipo de animal, de amplios hombros, pequeño y robusto que tan pacientemente había dejado que lo probara, pero el gaucho retratado era de un siglo anterior con una cara dura y de bravos rasgos indios, sin modificar por la sangre europea.
Herman nos hizo notar sus botas, que llegaban hasta su pantorrilla pero no cubrían para nada sus dedos. “Cuando un caballo moría el gaucho hacía dos cortes circulares en las patas traseras, por encima y por debajo del tobillo, entonces le sacaba el cuero en un cilindro entero, de la misma forma en la que uno se saca un media. Entonces se lo ponía en su pierna, con su talón en el tobillo del animal y dejaba que se secara y encogiera; así se hacía un nuevo par de botas”.
Ticky examinó la estatua. “¿Pero cómo se la sacaba?”
“No lo hacía, al menos hasta que se las cortaba para reemplazarlas por unas nuevas. Esos veteranos vivían casi como los animales. Dormían en el suelo en cualquier tipo de clima, nunca se lavaban, nunca se sacaban las botas. Eran una raza dura”.
Ticky miró las botas retratadas con sus dedos sobresalientes, arrugó su nariz y se dio vuelta. Ticky solía bañarse catorce veces a la semana hasta que su médico la obligo a hacerlo solo una vez por día. Por mi parte yo imaginaba que tipo de pie de atleta podría estar incubando dentro de esas botas de cuero crudo pero me di cuenta que ese hombre duro no habría notado nada menor a una gangrena.
Esa tarde Herman nos llevó a ver un tipo de escuela muy especial, la Escuela Pedro de Mendoza. Es la casa y el estudio del maestro Benito Quinquela Martín, posiblemente el más grande pintor argentino con vida; además es un museo de arte y una escuela de arte y gramática. El señor Quinquela Martín fue un niño muy pobre del barrio de la rivera, una rata de puerto. Gracias a sus pinturas, ahora deseadas en todas las galerías, se ha vuelto rico, pero aún vive y trabaja en el barrio pobre en el que se crió. La escuela es un hermoso edificio moderno de seis pisos frente al agua; el Maestro es su propietario, paga los gastos y los salarios del personal y los maestros. Los niños pobres del barrio comen gratis.
Un niño que asista a este colegio probablemente no se vuelva un artista; se trata de una bien dirigida escuela de gramática. Pero cualquier alumno que muestre algún talento artístico tiene todas las oportunidades de estudiar arte bajo la tutela de un maestro reconocido. El señor Quinquela nombró al colegio en honor al artista que le dio su oportunidad, el Maestro Pedro de Mendoza.
Una de las cosas placenteras sobre el lugar es que el museo está cargado con trabajos de otros artistas argentinos vivos, comprados por el Maestro. Además, nombró cada aula por algún artista de la Argentina. No pudimos conocer al señor Quinquela (aunque reciba sin reparos en su casa al turista o el visitante casual) porque se encontraba de viaje, pero su personalidad benigna se encontraba por todas partes. Su tema favorito sigue siendo su pobre barrio de la ribera y es tan alta la consideración que por él tienen sus vecinos que por todos lados vemos que los dueños de los depósitos y las casas han pintado sus propiedades con colores brillantes porque al Maestro le gusta poner colores brillantes en sus cuadros.
Cada aula tiene un mural hecho por el Maestro, una característica que resulta más impresionante si agrego que sus cuadros cotizan entre veinte y treinta mil dólares en el mercado. Cada curso está decorado apropiadamente para su edad, empezando con cosas tipo Bugs-Bunny-Mickey-Mouse en el jardín de infantes. Para estos pequeños niños es que cada puerta en la escuela está pintada con un color diferente, para que los niños demasiado chicos para obedecer un “Anda a la habitación diecinueve” se les puedan decir “Anda a ver a la Señorita Gomez en el cuarto con la puerta roja”.
Nos fuimos del lugar sintiéndonos felices.
Aproveché el lugar donde estábamos para que me mostraran los barrios marginales. Resultó que Buenos Aires tiene los barrios pobres más limpios que jamás hayamos visto. Seguían siendo pobres, casas de baja calidad para los muy pobres, pero estaban barridos y lavados y fastidiosamente limpios sin un solo tacho de basura destapado, ni una pila de basura, ni un mal olor. El Presidente Perón decidió que todos los ciudadanos debían ser limpios, así que hizo responsable a cada policía local por la limpieza de su zona, llegando al punto a que sus responsabilidades se extendían hasta llegar a la inspección compulsiva de las cocinas de las amas de casa. Un ama de casa puede ser multada por no lavar los platos, los pisos o no mantener su jardín, su pórtico o la escalera de su entrada. El resultado son casas que están limpias, saludables y felices, aunque aún pobres.
No podía dejar de preguntarme que es lo que pasaría si en un vecindario de apartamentos en nuestro país la policía local intentara inspeccionar las cocinas. ¿Qué le harían? Lo más probable es que le saquen su cachiporra lo mataran a golpes con ella y lo hicieran desaparecer.
Hay otras cosas más importantes que la limpieza.
Buenos Aires, como todas las ciudades Latinoamericanas en las que estuve hay un ruido estrepitoso de bocinas que pueden destruir los nervios. Había escuchado que el sistema es que el primer conductor que suena su bocina tiene el derecho de paso, lo que naturalmente resultaría en infinitos toques de bocinas y probablemente en infinitos accidentes.
Pero esto no resultaba en infinitos accidentes. Le pregunté sobre el tema a Herman y me dijo que no había entendido del todo el sistema; no era una carrera para ver quién podía tocar la bocina primero. Cada conductor, a medida que se aproxima a una intersección hace sonar rápidamente su bocina a una cierta distancia de la esquina, aproximadamente cuarenta pies[15]. La señal del conductor que estuviera más cerca de la esquina iba a ser escuchada primero y los autos que vinieran desde su ángulo derecho le dejarían libre el paso.
El sistema me pareció ser extremadamente arriesgado pero funcionaba, aunque el barullo era molesto. Sin embargo, Buenos Aires, por las noches, estaba tan silenciosa como un partido de ajedrez, mientras que Santiago era tan ruidosa por las noches que no habríamos podido dormirnos temprano aunque el itinerario nos lo hubiese permitido. Le pregunté a Herman sobre este contraste.
“Oh, mire esto” Activo un interruptor en el tablero “Ahora la bocina está desconectada y el botón de la bocina activa brevemente las luces altas. El Presidente Perón decidió que la gente debe poder dormir por las noches. Así que, cuando baja el sol, todos activamos este interruptor, manejamos con las luces bajas en la ciudad, y usamos las luces altas para hacer señales en cada esquina tal cual como usamos la bocina durante el día. Se lo multa a uno si toca la bocina de noche”.
Herman coleccionaba multas de estacionamiento tal como lo hacen muchos conductores Americanos; su negocio casi lo requería. Por el momento no pensaba pagarlos porque se acercaba una amnistía por Navidad y esperaba que el contador volviera a cero. Esta idea nos pareció exótica, pero más tarde nos encontramos con un uso mucho más extraño de la amnistía en Brasil. En los artículos de accidentes de tránsito en los diarios de Brasil siempre solían terminar con la misma frase “Ambos conductores escaparon de la escena”.
Para nosotros, abandonar la escena de un accidente automovilístico es casi tan terrible como partir a tu mujer con un hacha. No así en Brasil. Las cortes están años atrasadas en su trabajo; si un conductor es arrestado acusado de causar un accidente puede llegar a esperar en la cárcel casi para siempre antes de que pueda ir a juicio; por ello se escapan y tratan de evitar el arresto.
Lo más maravilloso del asunto es que si logra conservar su libertad por veinticuatro horas se da la amnistía; nunca será arrestado. No estoy seguro que ley (o falta de ley) se da en esta costumbre; puede ser que se trate de un acuerdo bien entendido basado en el conocimiento común que las cortes no podrían manejar todos los casos si la policía arrestara a todo el que se lo merezca. En cualquier caso, los conductores se escapan y esconden.
La amnistía por fechorías y crímenes menores no parece estar tan fuera de lugar en culturas en donde la amnistía para revolucionarios, presos políticos y exiliados son comunes y casi una necesidad. El espíritu de perdonar y olvidar hace que los aspectos más violentos de las costumbres Latinoamericanas sean más tolerables.
Escuchamos de otro tipo de costumbre mucho más salvajemente exótica. No pude constatarla ya que se refería al Paraguay, un país al que no pudimos ir. Pero aquí está: se alega que Paraguay no tiene leyes contra el homicidio, el asesinato se considera un asunto privado; o el asesinado es una mala persona y todos se van a alegrar que este muerto, o los amigos y familiares del muerto van a ser los responsables de vengar el asunto por su cuenta.
Mi primera impresión fue de horror, pero la idea tiene una cierta loca lógica que a uno se le va pegando. Casi todos pueden hacerse una lista de personas a las que les gustaría llevar a Paraguay y que nunca serán extrañados.
No pasamos todo nuestro tiempo viajando con Herman, lo que hubiese sido más barato para mí. El Hotel Plaza está en uno de los extremos (el extremo más caro) de la calle Florida, una de las mejores calles de compras del mundo. Durante las horas laborales se corta al tráfico y los compradores pueden caminar por ella de punta a punta.
Ticky es el tipo de mujer a la que se le salen los ojos y se ponen coloradas con solo ver una rebaja en la vidriera de un local. Es una expresión similar a la que Marilyn Monroe produce en los hombres, quizás sea un mecanismo relacionado. El mayor peligro de la calle Florida son los cocodrilos, que vacíos se convierten en carteras para las mujeres y atacan y muerden a los medios de sustento económicos del hombre a cada paso que se dé por la calle. Te arrancarán un pedazo, tu billetera, a la más mínima oportunidad.
No sirve de nada que me digan que una cartera esta “barata” a treinta y cinco dólares simplemente porque la misma cartera cueste ciento cincuenta dólares en New York; si estuviera en Estados Unidos no compraría una cartera ni en un siglo y medio, aunque esté a treinta y cinco dólares, si pudiera evitarlo. Mis ancestros granjeros se revolcarían en sus modestas tumbas.
Ticky fue moderada; solo compró tres carteras de cocodrilo.
Por supuesto, cada cartera tenía que tener sus zapatos que hicieran juego. Además estaban (casi) regalando carteras de otros tipos. Además había sweaters, blusas, guantes y otras cosas. Traté de recordarle que nos habíamos excedido sesenta kilos sobre el límite de peso para sobrevolar los Andes y que íbamos a tener que pagar por exceso de equipaje varias veces más; no creo que me haya escuchado.
Una vez que me resigné a la inevitabilidad me resultó agradable verla divertirse tanto. Para la mayoría de las mujeres, estar en la calle Florida es como morirse e ir al cielo. Hasta donde haya visto u oído, no hay en otro lugar del mundo tantos locales atestados en un barrio tan pequeño. Hay que sumarle a esto el hecho que la tasa de cambio favorable hace que toda compra sea una ganga (en la lógica femenina) y que realmente muchas de las cosas sean gangas maravillosas bajo cualquier lógica.
Les doy este consejo, que aprendí por las malas, para todo aquel que me siga: denle una cantidad fija de dinero y sáquenle los cheques de viajero. Díganle solemnemente que cuando se acabe el dinero se acaba la diversión. Después quédense en su habitación, tomando un San Martín y pensando en cosas serias; si van con ella los va a tentar para que les den más dinero.
Por supuesto, fui con ella.
Ticky se encontró por primera vez con la costumbre del regateo. No era buena haciéndolo, creía por instinto que era inmoral tratar de comprar algo por debajo de precio, casi como sacarle el pan de la boca a los hambrientos hijos del zapatero. Pero finalmente se le metió en la cabeza que, excepto en las grandes tiendas por departamentos que publicitan “precios fijos”, cada transacción en América Latina es un evento social, más valorado por el ritual que por el lamentable aspecto económico. Además la mayoría de los vendedores no estaban dispuestos a estafar a una señora, incluso si esta venía de los Estados Unidos y, por consiguiente, se la creía rica.
También se encontró con adorable costumbre de hacerle al comprador un pequeño regalo una vez que se terminó la transacción, lo cual le resultó encantador. A mí también me resultó encantador. Probablemente sea una práctica anti económica que resulta en precios más altos de lo necesario o ganancias más bajas de lo que corresponde, o ambos, pero no cuesta mucho y le agrega gracia y calidez a la vida.
Durante una tarde de compras fue necesario parar por un té. Y por “té” no me refiero a una taza de una tibia solución de ácido tánico con un poco de leche; el té de la tarde en Buenos Aires es un poco más simple que la cena de Acción de Gracias, pero no mucho. Hay que ir a una confitería, palabra que no debe ser traducida como “negocio de confecciones”. (Sabiendo poco o ningún español varias veces intenté traducir por medio de cognados[16], como quedó claro más arriba; esto puede resultar en problemas. En uno de los salones de nuestro hotel vi un cartel que me pareció que decía simplemente: NO PROPAGATION PERMITED IN THIS ROOM[17], lo cual me pareció una restricción razonable, incluso en un hotel de mente abierta. Más tarde supe que decía: NO DAR PROPINAS. Y ni siquiera quería decir eso).
Una confitería es una combinación entre una fuente de sodas, un bar de cocteles, una tienda de té y un restaurante, generalmente con música en vivo y otros lujos. Los mejores son tan elegantes como el Stork Club; nuestro local favorito tenía el fondo cerrado con una reja y estaba lleno con docenas de pájaros que cantaban siguiendo a los músicos que se paseaban por el local.
Cerca de las cuatro y media o cinco de la tarde se reunían familias enteras, Papá tenía su whisky con soda, Mamá su té y los niños tenían sándwiches, tortas, leches malteadas, helado con soda o cualquier cosa que quisieran. No tenemos ninguna institución para la familia entera que se compare en su amplia selección de hospitalidad, pero es hora que lo imitemos. No lo vamos a hacer, por supuesto; los puritanos van a decir que así se corrompe a la juventud.
Ticky y yo siempre elegimos helado con soda, pastelería francesa y unos pequeños sándwiches muy elaborados. Siempre creí que las fuentes de soda eran “Hechas en USA” y quizás así sea, pero nuestros vecinos nos pueden enseñar algunos trucos, en particular la “Soda Eterna” como la llamábamos. La primera vez que ordené una soda me llevaron gran vaso que es usual, pero, mientras que estaba cargado con helado, crema batida y frezas aplastadas, no contenía agua burbujeante ni espacio para ella. El mozo me entregó una botella de agua carbonatada.
Me cobraron un precio muy modesto por un helado con soda pero me llevó más de una hora terminar la combinación. No use toda la botella de soda, pero cada vez que el vaso se vaciaba un poco le daba una transfusión. Cuando terminamos nos arrepentimos de la cantidad de sándwichs y las masas que no habíamos podido comer, cuando vino el camarero notó que no habíamos comido todo y bajó la cuenta proporcionalmente.
Nos costó cuarenta centavos cada una.
La mayor parte de la mañana la matamos con una entrevista para una revista y una transmisión de radio. Normalmente trato de evitar estos compromisos, ya que mi voz por la radio suena como una sierra oxidada, y en cuanto a las entrevistas, recelo de cualquier texto que no haya corregido yo mismo. Estaba más ansioso por evitarlas de lo que estaría de haber estado en Estados Unidos ya que las expresiones de un extranjero suelen ser utilizadas en contra de su nación, mientras que en casa lo que parlotee no refleja más que mí opinión. No tengo ningún entrenamiento especial de diplomático en como caminar por una cuerda floja y, ciertamente, no quería causar un incidente internacional, aunque fuera menor.
Le indiqué al muchacho de la radio que no hablaba español. No era ningún problema, me informó; era el Servicio Internacional del gobierno, el equivalente Argentino de la Voz de las Américas, transmitida en banda corta en seis idiomas. Esto me puso más nervioso que antes e indiqué que tenía un itinerario muy apretado (lo que era una mentira, a menos que contáramos las confiterías) y no tenía tiempo de ir al estudio.
Oh, nunca se les hubiese ocurrido pedírmelo, un equipo iba a ir al hotel con equipos de grabación. Finalmente me rendí y acordamos verlos a ambos la mañana siguiente. Primero llegó el reportero, que no hablaba inglés, lo que casi me da una excusa para evitarlo, pero la mucama pelirroja de Irlanda estaba en el cuarto; actuó como una magnifica traductora suplente. Poco tiempo después apareció Herman y pudimos dejar que la mucama siguiera con su trabajo.
En vez de traducir la primera pregunta Herman empezó a discutir con el reportero. Se giró hacia mí y protestó “Insiste que le pregunte cuánto dinero gana al año”.
“Dígale que no voy a responder esa pregunta”.
Le dije que esa era una pregunta que ningún Norteamericano respondería, pero insistió en mantenerla.
Lo pensé “Dígale que realmente no lo sé, que mi agente de negocios maneja esas cosas. Dígale que solo soy un escritor que no entiende de negocios”.
“Está bien”.
El hombre de la estación de radio apareció y empezó a tender cables por la habitación; el reportero cerró su cuaderno de notas y se retiró. Prepararon un boceto, la mayoría de los temas eran bastante inocuos, cosas que podía discutir sin ofender a nadie. Pero me sugirieron con énfasis, de forma oral, que debía terminar diciendo algo bueno en relación a “Papá”.
No quería decir nada sobre el Presidente Perón, ni a favor ni en contra; un turista que mete sus narices en política está buscando problemas, para sí y para su país.
No me forzaron pero era muy difícil negarme. Intenté pensar algo rápido sin éxito y de golpe recordé el cartel que habíamos visto por toda la ciudad, la que rezaba sobre los niños; era tan apolítica como una tarta de manzana, tan poco controversial como estar a favor de los caminos en buen estado y el buen clima, pero era una cita directa del Presidente Perón.
Así que terminamos la transmisión con eso, citando tanto en inglés como en castellano: “En la nueva Argentina los únicos privilegiados son los niños”. Lo dije como un llamamiento a todas las naciones, y luego me sequé la frente cuando se apagó la luz roja.
En el diario de la mañana me encontré con que dije que ninguna bomba atómica podría destruir la Tierra, lo cual era bastante correcto; lo creía, era acorde a la creencia de mi nación en el asunto, y más o menos lo que había dicho. También vi que Ticky y yo planeábamos regresar a casa a través del Polo Norte, lo cual era una idea encantadora, aunque no fuera verdad, pero no lastimaba a nadie. Más abajo descubrí que hacía tanto dinero que no podía seguirle el rastro y que estaba satisfecho mientras tuviera suficiente para costearme autos lujosos, mantener mi mansión en Colorado y poder viajar a donde y cuando quisiera.
Bueno, supongo que me lo busqué. Presentado como una ambición en vez de como hechos consumados no estaba muy lejos de la verdad.
Mi auto se está volviendo un poco viejo y la casa necesita algunos arreglos. Sería lindo tener tanto dinero.
Le pregunté a Herman sobre el tema al día siguiente. “Oh, no le respondía, así que inventó lo que faltaba”. Frunció el entrecejo. “Acá las cosas son diferentes. Tendrían que haber mandando un reportero que supiera hablar inglés y que entendiera a los norteamericanos. Acá la primer pregunta que le hace un reportero a alguien es ‘¿Cuánto dinero hace?’ y la persona entrevistada siempre da una respuesta directa ‘Hago tantos y tantos pesos al año’ es una pregunta cortes y una respuesta perfectamente adecuada”.
“No en los Estados Unidos”
“Lo sé, aunque parece a algunos texanos no les molesta”.
“Bueno… Los texanos son un caso especial. Tienen sus propias reglas, más como las suyas”.
“Si, pero no tanto. Hace poco había uno en el hotel en el que están ustedes. Usaba uno de esos grandes sombreros y botas altas. Estaba alardeando de cómo podía empapelar su habitación del hotel con billetes de cien dólares si lo quisiera”.
“¿Hmm… uno o dos San Martines de más?”
“Puede que haya estado tomando, pero no lo creo. Era pleno día y llamó a la recepción y les dijo que le mandaran treinta mil pesos en cambio; estaba comprando algunas cosas para su mujer. Se enojó cuando no lo hicieron”.
No tenía nada que comentar.
Herman continuó “Noté que mis invitados de Estados Unidos siempre mencionan con orgullo que de niños eran pobres. Usted muchas veces dijo algo similar”.
“Si”.
“Descubrí que es algo de lo que los norteamericanos se enorgullecen. Acá, si un hombre se enriquece viniendo de un origen humilde trata de mantenerlo oculto. Al argentino le gusta alardear, si puede, ‘mi padre y mi abuelo me dejaron tanto dinero que puedo tener cualquier cosa y no trabajar’”.
Más tarde me encontré con una confirmación en esta gran diferencia de actitudes. Estaba en un evento social con un ministro de Estado Argentino que alguna vez había servido a su país en New York. Le estaba hablando a alguien más pero se dirigió a mí para que le confirmara algo que había dicho, ya que era el único “yankee” presente. “Le estaba diciendo a tal de tal que mi salario en los Estados Unidos era de tres mil dólares por mes y que era un muy buen salario. ¿Esto es verdad?”.
Le aseguré que treinta y seis mil dólares al año, libre de impuestos, era un muy buen salario en cualquier lado. Se lo vio muy complacido.
Para nuestra pena llegó la mañana en la que tuvimos que pagar nuestra cuenta. Cuando volvimos a nuestra habitación la encontramos ocupada por un enorme bouquet de flores, tenía una tarjeta que decía “Bon voyage, de su amigo y guía en B.A. – Herman”.
Herman nos llevó al barco, nos hizo pasar rápidamente por la aduana, nos llevó a bordo aconsejando que le diéramos propina a los maleteros del puerto, y luego nos llevó de vuelta al centro. Tuvimos un almuerzo solemne y nos llevó de nuevo al barco. Poco tiempo después el M.S. Ruys se alejaba del puerto con sus pasillos adornados con serpentinas y la banda tocando. Me di cuenta que mis ojos se llenaron de lágrimas, algo que no había esperado que pasara cuando abandonara el paraíso muy bien cuidado por la policía de “Papá” Perón. Miré a Ticky y encontré con que estaba teniendo el mismo problema. Me miró y dijo “¿Vamos a volver, no? ¿No lo dijiste solo para complacer a Herman?”.
“No te quepa duda que vamos a volver”.




[1] En cursiva se indican las palabras originalmente en español (N d. T)
[2] Virginia "Ginny" Gerstenfeld, tercera esposa de Heinlein.
[3] Se refiere al presidente Dwight D. Eisenhower
[4] Puede estar refiriéndose a los comisarios del partido comunista en la Unión Soviética.
[5] Se refiere a Thomas Joseph Pendergast, un caudillo que controló la ciudad de Kansas.
[6] El hotel en el que Heinlein se hospedó en su escala en Santiago de Chile.
[7] Se refiere a la década de 1890.
[8] 1,5m por 1,8m
[9] Una expresión en inglés que se refiere al “tómalo o déjalo”.
[10] Un tipo de picada Sueca.
[11] La explicación de Hernan, aunque correcta, es imprecisa ya que la Av. Nueve de Julio comenzó a construirse en 1936 y ya se discutía su construcción desde principios del siglo XX, mucho antes del ascenso al poder de Perón”.
[12] 1,6 Kms.
[13] 482.803 Kms
[14] El termino ingles se refiere al caballo que es dirigido con la presión de la rienda sobre el cuello del lado contrario al del giro.
[15] 12,9 Mts
[16] Se refiere a palabras de un mismo origen etimológico.
[17] La reproducción está prohibida en este cuarto.