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Hace varios años que vengo notando que los cuentos de ciencia ficción escritos por Robert A Heinlein tienen referencias a los países Latinoamericanos y, en muchos casos, a la Argentina y Buenos Aires.
Lanzándome a la investigación me encontré, tal como había sospechado, que el autor visitó nuestras tierras y que escribió un libro con sus vivencias el cual se público muchos años después de su muerte. Recomienda ampliamente que cualquiera que le interesa lea el libro. El estilo de Heinlein es franco y coloquial, uno siente casi como si se estuviera sentado en el living de la casa del autor escuchando sus relatos. Dado que solo se encuentra en inglés me tomé la molestia de traducir por completo el capitulo dedicado a nuestro país, el cual les ofrezco a continuación para su deleite y para que saquen sus propias conclusiones. |
Hace varios años que vengo notando que los cuentos de ciencia ficción escritos por Robert A Heinlein tienen referencias a los países Latinoamericanos y, en muchos casos, a la Argentina y Buenos Aires. Casos como Starship Troopers (donde una guerra intergalactica se desata tras la destrucción de nuestra capital); Extraño en Tierras Extrañas (donde se hace una referencia a un presidente Argentino que escapa de la justicia yéndose a Uruguay) o La Luna es una Amante Complicada (donde uno de los directores de la compañía que controla el comercio con la Luna es acusado de regentear cabarets en la Calle Florida); hacen pensar que Heinlein sabía de que hablaba cuando se refería a estas tierras australes.
Lanzándome a la investigación me encontré, tal como había sospechado, que el autor visitó nuestras tierras y que escribió un libro con sus vivencias el cual se público muchos años después de su muerte. El libro se llama Tramp Royale y es una interesante muestra de como veía un norteamericano a nuestro país hacía 1954. fecha en la que realiza el viaje.
Este libro es un documento impresionante que relata las costumbres diarias de las personas en nuestro país desde el punto de vista de un turista que intenta ser lo más analítico posible, contándonos los hechos tal como los ve y los vive.
Recomienda ampliamente que cualquiera que le interesa lea el libro. El estilo de Heinlein es franco y coloquial, uno siente casi como si se estuviera sentado en el living de la casa del autor escuchando sus relatos.
Dado que solo se encuentra en inglés me tomé la molestia de traducir por completo el capitulo dedicado a nuestro país, el cual les ofrezco a continuación para su deleite y para que saquen sus propias conclusiones.
Capítulo V
La Tierra de
“Papá[1]”
Había una
vez un gran, elegante y gordo perro Argentino que se encontró con un pequeño,
delgado y desdichado perro Chileno en la frontera de ambos países.
Intercambiaron olfateadas y descubrieron que cada uno se dirigía a la tierra nativa
del otro.
“¿Pero por
qué?” Quiso saber el perro chileno “No sabes a donde te estas metiendo. Amo mi
tierra nativa pero tengo que cambiar; no tuve una comida decente en meses. Pero
la Argentina ya es tu tierra natal y estas bien alimentado, gordo, saludable,
obviamente en excelente estado… Entonces ¿Por qué no te quedas donde estás
bien?”
El perro
Argentino miró por encima de su hombro y entonces susurró detrás de su pata
“Quiero ladrar”.
Escuché la
anterior anécdota en Brasil. Es una representación justa de las diferencias
entre ambos países. Cuando Ticky[2]
estaba preparando nuestro itinerario planeó que nos quedáramos solo cuatro días
en la Argentina, suponiendo que cuatro días era la mayor cantidad de tiempo que
podría mantener la boca cerrada. Yo creía que estaba siendo muy optimista;
Ticky tiene el vicio de decir la verdad. Solo esperaba que la policía de Perón
fuera, o muy caballerosa, o muy precavida para no enviar a una señora de Estados Unidos a la prisión.
Resultó que
nos quedamos mucho más de cuatro días, ya que nuestro barco, como es rutinario
con los barcos, se encontraba muy atrasado en su itinerario. Y para nuestra
grata sorpresa descubrimos que nos gustó mucho Argentina. Esperen un minuto, no
quiero ser confundido con un cuasi-fascista, o como sea que los comunistas
estén llamando a los autoritarios que no sean comunistas. No me gustan los
estados policiacos. Como el gordo perro Argentino, no me importa lo bien que
esté, a mí me gusta ladrar. Pero sí nos gustó el país llamado Argentina y nos
gustaron mucho sus ciudadanos.
Sin embargo
voy a decir algunas cosas buenas sobre el actual gobierno de Argentina. Solo
pido que se tenga en cuenta que únicamente trato de reportar lo que vi y lo que
escuché y que puede haber una gran diferencia ente las dictaduras, como la de
Perón en Argentina, y la Alemania bajo Hitler.
Las
observaciones que hago no implican aprobación a la supresión de la libertad de
reunión, de prensa, de expresión o de los partidos de oposición, ni el
encarcelamiento de los líderes opositores. Mientras escribo esto Argentina
acaba de tener nuevas elecciones. Perón las ganó, como es normal y también,
como es normal, el partido opositor, desempolvado para la campaña, fue
rápidamente suprimido cuando concluyó la elección. Este no es nuestra noción de
una libre elección democrática.
Pero tuvimos
la fuerte impresión que el Presidente Perón disfruta de un amplio apoyo popular
y probablemente podría ganar una elección honesta por una amplia mayoría.
Ciertamente no está dejando nada librado al azar. Han habido varias elecciones
desde que tomó el poder y las ha ganado a todas, pero estas han sido de la
calidad de una elección en un club social que está dominado por una camarilla
que controla tanto el comité nominal como el comité de socios; la oposición
puede quedarse en la cama o en Montevideo, a donde muchos de ellos se han
mudado a un exilio permanente.
Sin embargo
creo que hay tantos argentinos que les gusta “Papá” Perón como hay de nosotros que nos gusta Ike[3].
Como uno de ellos me dijo “Prácticamente todos lo queremos, o la mayoría de las
cosas que hizo, pero prácticamente todo el mundo la odia a ella”. Fui incapaz
de juzgar la segunda parte de esta declaración; Eva Perón ya había dejado este
mundo cuando estuvimos allí y pocas personas mencionaron su nombre. No es que
fuera posible olvidarla, su nombre y su cara estaban en todos lados, pero ya no
era un tema de discusión. Se veía como si Perón fuera prisionero de un mito que
él ayudó a crear. No veo como sea posible que vuelva a casarse si alguna vez
deseara hacerlo. Convirtió a su difunda esposa en una especie de santa de
facto; sería extraño, en el mejor de los casos, que se casara con una mujer
“ordinaria”.
Le pregunté
a mi informante porque Evita no era querida mientras que Perón sí. “Le voy a
dar un par de ejemplos. Cuando Eva era una actriz joven perdió un papel en una
obra contra otra actriz más reconocida. Juró que se iba a vengar de ella. Y lo
hizo, cuando se convirtió en la mujer del presidente no solo usó sus influencias
para evitar que volvieran a trabajar, sino que también la echó del país. Ese
era el tipo de mujer vengativa que era y mucha gente lo sabía. O este caso,
hace un tiempo las chicas empleadas en las tiendas necesitaban un aumento, por
lo que los líderes del sindicato fueron a ver a Eva. Ella se encargaba de ese
tipo de cosas.
Dijo que lo
iba a pensar. Las cosas siguieron por varios meses mientras “lo pensaba”. De
golpe se anunció un aumento para las empleadas mujeres que entraría en
vigencia, pero con la paga retroactiva al principio del año. ¿Un gran bono para
las chicas? ¡Oh no! La diferencia acumulada debía ser pagada a la Fundación Eva
Perón. Las empleadas quedaban contentas con el aumento y sabían muy bien quién
se los consiguió (Evita) y Evita iba a tener en sus manos varios millones de
pesos”
“¿Y los
usaba para si misma?”
“Bueno, no…
Sí y no. No podía gastar mucho en sí misma, sin importar cuantos sacos de piel
se comprara. Había demasiado. Pero nunca hubo un control del dinero que pasaba
por la Fundación, de donde venía o a donde iba. Evita solía dar entrevistas en
una oficina de la Fundación donde la gente le contaba sus historias. Si la
conmovían, abría un cajón lleno de dinero y entregaba un puñado, sin control ni
seguimiento.
“Eso sí”
agregó “no estoy diciendo que la Fundación Eva Perón no haya hecho cosas
buenas. Hizo muchas cosas buenas y sigue haciéndolo. Hospitales, orfanatos,
todo ese tipo de cosas”.
No sé qué
tan verídicas sean las historias, pero parecen ser típicas opiniones populares.
Una de las cosas raras del estado policial de Argentina es que al ciudadano ordinario se lo veía muy
dispuesto a hablar de política y expresar críticas al gobierno. No cabía duda
que los Peronistas recortaron las libertades civiles y suprimieron a la
oposición, y aun así la mayoría de los ciudadanos parecían sentir que eran
libres y estaban bien gobernados.
No entiendo
esto, sin embargo voy a ofrecer algunas opiniones. No puedo estar mucho más
equivocado que los comentaristas profesionales. Sospecho que el sudamericano
típico tiene un espíritu tan libre que no soportaría un duro control policial;
si no puede decir lo que piensa, se va a rebelar. En consecuencia, un dictador
sudamericano no puede hacer el tipo de cosas que haría un comisario[4];
el jefe sudamericano tiene que conseguir un verdadero apoyo popular para
mantenerse en el poder. Sin duda Perón lo ha buscado, y conseguido, de los
“descamisados”. Además parece tener mucho apoyo de la clase media.
Argentina
carece de nuestra firme tradición en libertades civiles y el proceso
democrático; el ciudadano es más propenso a juzgar los resultados a los
métodos, la escuela de ciencia política de
“Mussolini-hacia-funcionar-los-trenes-a-tiempo”.
En todo
Buenos Aires vimos grandes carteles PERÓN
CUMPLE (lo cual se traduce, libremente, como: Perón cumple su palabra,
Perón termina tal o cual obra pública tal como prometió). Este tipo de cosas
dejaría a la gente impresionada incluso en los Estados Unidos. La ciudad en la
que crecí estaba dominada por la maquinaria de Pendergast[5];
puedo atestiguar que mis vecinos estaban más interesados por la calidad del
pavimento en su cuadra (que era bueno) que de la corrupción en el Ayuntamiento
relacionada con ese pavimento (que era escandaloso).
En muchas
formas Perón luce bien comparado con sus predecesores. Escuchamos comentarios
despectivos sobre el presidente al que echó, como que pasaba todo su tiempo
disfrutando de la vida nocturna de Buenos Aires y nunca trabajaba. Nadie podía
acusar a Perón de ser un vago. Su día de trabajo empieza a las seis de la
mañana y casi cualquier persona que quiera una audiencia personal con él puede
conseguirla si puede levantarse a tiempo para verlo a esa hora.
Su amor por
los niños parece ser sincero y sin duda suma a su popularidad. Hace poco le
donó su casa de campo a los niños de Argentina, afirmando que un soltero no la
necesita. En todas partes de Buenos Aires uno puede encontrarse con sus frases
“En la nueva Argentina los únicos
privilegiados son los niños” – Presidente Juan Perón. Este alarde no es
enteramente real por mucho, pero él parece sincero en su intención de
conseguirlo y encaja perfectamente con el temperamento de la gente; los niños
son muy valorados aquí.
Sumado a
todo lo anterior, es un orador habilidoso. Una vez lo escuchamos hablar; su
estilo es efectivo como el de Hitler. El contenido era un vacío semántico;
afirmaba que la Argentina es una gran nación porque tiene ideales y corazón y
vagas abstracciones por el estilo. Pero en un momento se detuvo de golpe,
cambió su actitud abruptamente y dijo bruscamente “¡Díganle a esos policías que
dejen de molestar a los ciudadanos y que se vayan!”
La multitud lo
disfrutó por completo.
Quizás fue
un brote del momento, la inspiración de un orador público talentoso o incluso
un plan meticulosamente preparado. De todas formas era política inteligente.
Ahora
dejemos el asunto de la política. Nos tomó tres horas para cruzar volando Sur
América y tres horas más desde que aterrizamos hasta que llegamos al hotel, entre
las formalidades de ingreso y un viaje interminable del aeropuerto al centro.
Los aviones hicieron la mitad del trabajo para que los viajes sean rápidos y
simples; la otra mitad todavía está por hacerse.
Mientras nos
registrábamos en el Plaza Hotel se nos pidió amablemente que entregáramos
nuestros pasaportes; la policía los pedía. Ticky dijo “¡No!” con firmeza.
El recepcionista
quedó avergonzado pero repitió pacientemente y con firmeza su pedido.
Finalmente acordé que lo haríamos pero insistí en que nos dieran un recibo con
el número de serie de los pasaportes, los cuales fueron provistos por el recepcionista
junto con tarjetas policiales para cada uno de nosotros. No tenía la más mínima
idea de para que podría querer nuestros pasaportes la policía de Perón, pero se
los quedaron por varios días hasta que nos los devolvieron.
El Hotel
Plaza no es tan nuevo como el Carrera[6]
pero es igualmente lujoso. Nuestro cuarto, una semi-suite, era el doble de
grande que el cuarto de la mayoría de los hoteles, podía dividirse en un living
y una habitación por medio de grandes cortinas. Los muebles y la decoración me
recordó a la década Mauve[7]
pero las camas eran modernas. El ítem más sorprendente eran las toallas de baño
que eran mucho de mucho del muchísimo. Eran enormes toallas turcas, de cinco
por seis pies[8],
lo suficientemente grandes para ser usadas como una toga. Era cansador tratar
de secarse con una; era necesario un lacayo para sostener la otra punta.
Cortarle un pedazo de un lado habría sido mucho más práctico. Pero comparado
con los restos modestos de trapo resistentes al agua que daban algunos moteles
de Estados Unidos no estaba dispuesto a quejarme.
El día
siguiente fue un domingo. Los negocios estaban cerrados y las calles
desiertas; salimos a pasear para tratar
de sentir un poco la ciudad. Buenos Aires es una ciudad realmente grande, tanto
como Los Ángeles o Chicago y mucho más linda que cualquiera de las dos. Es
demasiado grande para sus suburbios desde un punto de vista de salud económica.
Si la ciudad de New York tuviera proporcionalmente el mismo tamaño tendría
cuarenta millones de habitantes.
Pero no es
sorprendente que la mayoría de los argentinos quieran vivir en la capital, si
es posible; es una metrópolis hermosa y encantadora, no una villa engrandecida
que busca un alma como algunas de nuestras ciudades, a las que no voy a nombrar
por miedo a ser linchado. Tiene más de doscientas plazas y parques, algunos de
ellos de gran tamaño, todos ellos de gran belleza, abundantes en flores,
árboles y estatuas. Resulta que soy un gran amante de las estatuas y las he
buscado en los Estados Unidos de frontera a frontera y de costa a costa,
mirándolas allí donde pueda encontrar una. Y es una colección muy pobre. Por
qué la gente más rica del mundo, que acceden voluntariamente a vaciar sus
bolsillos para cualquier cosa, desde donaciones para los inundados en Siam a
una televisión de 21 pulgadas, no son capaces de juntarse y comprar una estatua
es algo que no comprendo. Cualquiera de las ciudades de Sudamérica está cargada
de estatuas, desde las comunes y corrientes estatuas ecuestres, algunas
excelentes y algunas pocas, soberbias.
Buenos
Aires, siendo una ciudad grande tiene muchas estatuas, probablemente más de las
que tendría una ciudad de su proporción. Muchas de ellas eran académicas en su
concepción pero, en un gran parque cerca de la Residencia Presidencial de la
ciudad vimos algo que parecía vagamente a un barco o también a un gran martillo
de un buscador de oro balanceándose en su cabeza. Era heroica en tamaño y
concepción y la forma era agradable pero no logré descubrir que era lo que
pretendía ser. Le pregunté al guía que estaba con nosotros en ese momento.
Sonrió
amablemente “Uruguay nos dio eso como señal de amistad entre los dos países,
así que lo ensamblamos ahí. Pero jamás fuimos capaces de averiguar que es”.
El lunes
llegó el momento de hacer turismo en serio. En cualquier país, para la mayoría
de los viajantes como nosotros, siempre está la frustrante elección entre ver
las cosas al azar, disfrutándolo y tratando de empaparse en el sabor del país,
o planificarlo con gran determinación para sacar el máximo del limitado tiempo
y dinero disponibles. El primer método es, por mucho, el mejor si a uno le
sobra el tiempo y el dinero para costear el estar varios meses en cada país y
buena parte de la vida viajando. El segundo método es casi como una opción de
Hobson[9]
para la mayoría de nosotros, lo cual implica un duro sacrificio.
Ticky y yo tratamos
de hacer un poco de ambos, lo que significaba que obligadamente nos perdimos de
muchas cosas. (“¿Qué? ¿Estuviste en Ruritania y no viste el laberinto?
¡Querido, desperdiciaste todo el viaje!”). La vida es una gran mesa de
Smorgasbord[10];
podes probar un poco de acá y allá con placer, pero si intentas tragarte todo
simplemente vas a terminar enfermo. Quizás pueda resultar más importante
visitar a una gata y sus gatitos en un mercado de libros al aire libre que ver
todos los laberintos en todas las Ruritanias.
Ticky y yo
fuimos al escritorio del conserje del Plaza y le preguntamos si había un
conductor de taxi que hablara inglés. Sabíamos que Buenos Aires tiene un
sistema de subterráneos que nos llevaría a cualquier lugar más rápido y más
barato que cualquier taxi, pero hacer turismo desde un subterráneo es como dar
un beso por teléfono. El conserje nos consiguió un conductor, un guía
licenciado llamado Herman Freudenberger, quien se convertiría en nuestro amigo
más cercano en Argentina. Era un joven bien preparado y apuesto que estaba
graduado de la universidad en administración de campos, pero dejó la
agricultura para volverse un guía turístico. Como nos explicó, el asistente del
gerente de un gran campo no tiene otra cosa que esperar que la muerte del
gerente; él quería casarse y el negocio del guía daba ganancias mucho más
rápido.
Herman hablaba
español, Portugués, Inglés, Alemán y Francés; era un turista muy raro el que
pudiera tomarlo desprevenido. Además tenía algo de gran importancia: amaba su
país, estaba orgulloso de él y sabía su historia. Sus padres eran judíos
alemanes; Herman era tan argentino como el Libertador San Martín.
No esperaba
nada. Si agregábamos un regalo por algún servicio especial, él lo aceptaba
cortésmente, y si pagábamos el precio exacto por el tiempo o la distancia era
igualmente de cortes. A todo momento se comportó como un caballero Latinoamericano,
como nuestro anfitrión en el país y no como un empleado a sueldo.
Herman
primero nos llevó en un rápido tour por los principales puntos de la ciudad.
Demos por hecho que vimos cosas como la Casa
Rosada, la estatua de San Martín, el monumento a Colón, embajadas,
ministerios, Plaza Congreso, el
obelisco que conmemora los cuatro siglos de la fundación de Buenos Aires, la
galería de arte nacional; por supuesto que vimos tales cosas y también las vas
a ver cuando vayas. Pero se puede aprender más de esos lugares con cinco
minutos mirando imágenes en el National Geographic que con diez mil palabras de
descripciones. Describir un edificio público es tan fútil como describir una
mujer hermosa; en ambos el medio adecuado es la fotografía.
Todo lo
anterior tomó más de un viaje en más de un día; Buenos Aires es grande. Pero
vimos otras cosas. Herman nos llevó hasta el estuario para que viéramos el
barco Holandés en el que navegaríamos la semana siguiente. La ribera de Buenos
Aires es más linda que la mayoría, aunque los muelles y los depósitos de un
puerto grande y ocupado no pueden competir en belleza con otros atractivos.
Pero mientras estábamos ahí Herman apuntó hacía un gran planta eléctrica
municipal. “Ahí es donde quemamos café durante la guerra”.
“¿Café?”
Respondí pensando con horror en precio actual.
“Si,
teníamos café que no podíamos vender ni regalar y nos faltaba carbón. Le daba a
la zona un aroma especial”.
Estaba
demasiado pasmado para responder. Me pareció el más trágico desperdicio de
materias primas desde el tiempo en que los aztecas practicaban el sacrificio de
vírgenes.
Más tarde
nos mostró la Avenida Nueve de Julio,
la calle más ancha del mundo. Si se traduce el nombre como “Cuatro de Julio” en
vez de “Nueve de Julio” nos encontramos con el significado local del término:
el Bulevar del Día de la Independencia. Ciertamente era ancho, haciendo que
incluso la Calle Canal en Nueva Orleans pareciera un callejón. Casi del tamaño
de ocho taxis sin contar amplios y parquizados bulevares.
“¿Cómo
hicieron para que sea tan grande?”
“Oh, el
Presidente Perón decidió que necesitábamos un gran bulevar por el centro de la
ciudad así que ordenó que se demolieran todos los edificios en una fila de
cuadras y se los uniera con las calles adyacentes. Y así quedó”[11].
Condujo por
una rampa y nos encontramos en un estacionamiento y estación de servicios
subterráneos. “Este es el espacio de estacionamiento subterráneo más grande del
mundo. Aquí es donde los empresarios de Buenos Aires dejan sus coches durante
el día”.
No estaba
preparado para discutirlo; las cavernas parecían seguir sin fin hasta perderse
en la penumbra. Explicaba lo que parecía ser una completa ausencia de espacios
para estacionar en el centro de Buenos Aires. Esta ciudad de cuatrocientos años
no estaba diseñada para automóviles. “Pero supongamos que estacionan aquí”
objeté “eso igual los dejaría a una milla[12]
o más de sus oficinas”.
“¿Eh? ¿Por
qué? Sus choferes los llevan hasta sus oficinas, después dejan el auto en este
lugar y los van a buscar más tarde”.
“¿Pero como
hacen los que no tienen chofer?”.
“¿Perdón?
Oh… En Argentina cualquier a que pueda pagar un auto privado puede, sin duda,
pagarse un chofer”.
Descubrí que
el auto que manejaba no era suyo sino la inversión de un hombre de dinero para
quien lo conducía por una porción de la ganancia. Estábamos descubriendo y aun
nos faltaba aprender que la industria automotriz de Detroit es la productora de
ganancias más codiciada del mundo. En Argentina, y en muchos otros países, la
importación de autos Americanos está estrictamente controlada y obtener una
licencia para hacerlo es difícil de conseguir. Bajo estas condiciones un auto
de Estados Unidos es increíblemente caro, no solo para cubrir el flete marítimo
y el arancel, sino que el precio original se triplica, cuadruplica e incluso
quintuplica.
Pero incluso
a esos precios monstruosos son muy deseados; nos aseguraron que, a pesar del
costo, había más autos norteamericanos que de los más baratos autos europeos.
Un Ford o un Chevrolet pueden ser conducidos continuamente por más de
trecientas mil millas[13]
y lo soportaría; un auto europeo, excepto el Rolls Royce, se caería a pedazos
con mucho menos abuso que eso.
No soy ni un
experto en automóviles ni un agente de campo de la Cámara de Comercio de
Detroit; informo lo que escucho de los conductores de cuatro países, muchos de
los cuales no eran especialmente amistosos con los Estados Unidos. De hecho, en
muchos casos, parecía que nos echaban la culpa de que sus propios gobiernos
hicieran tan difícil el importar autos Americanos. La respuesta a esto está
relacionada con el complicado asunto de la tasa de cambio y las divisas
controladas, pero existe un mercado potencial en el exterior, para millones de
autos Americanos, al que no podemos llegar.
Herman nos
llevó al mercado de ganado, que se ve muy parecido a los corrales de Kansas
City o Chicago, y era comparable en tamaño y métodos modernos, siendo Argentina
la carnicería del mundo entero. La mayoría del ganado eran grandes y hermosos
Herefords, grandes chuletas cuadradas con orejas en una punta y una cola en la
otra. Viniendo de un país ganadero nos resultó interesante pero nada nuevo. Lo
que si nos interesaba eran los gauchos y sus caballos.
Los
ganaderos son ganaderos, sin importar la lengua que hablen. Aunque los gauchos
nos parecían extraños en su vestimenta, sus trajes son tan prácticos como el
equipo típico de nuestros cowboys. Usan pantalones holgados (bombachas) en vez de Levi’s y
chaparreras, un estilo diferente de sombrero para el sol y un tipo diferente de
botas; estas diferencias son tan insignificantes como las diferencias entre los
uniformes y las insignias de los Marines de Estados Unidos y la Legión
Francesa. El poncho y la bombacha hacen que el gaucho parezca
gordo; nuestra ropa del oeste hace que un hombre se vea más delgado de lo que
es, lo cual no importa, ambas son vistosas y sirven para el trabajo que tienen
que hacer.
Pero sus
caballos no son como nuestros refinados y pequeños caballos vaqueros. El gaucho
hace poco o ningún uso del lazo; en vez de eso tiene las boleadoras, tres tiras de cuero crudo entrelazado pegadas en la
punta y con un peso metálico atado a cada una de las otras puntas. Puede
hacerlo girar sobre su cabeza, dejarlo volar por el aire, y derribar el animal
al enredarse en las patas de la bestia desde mucho más lejos delo que sería
posible enlazarlo.
Pero el
gaucho tampoco utiliza muy seguido esta herramienta con el ganado, sino que lo
reserva para los avestruces o simplemente para cazar por deporte. Creen en que
hay que tratar al ganado cuidadosamente, no tiene sentido hacer pasar a la vaca
por un shock nervioso cuando se la está tratando de engordar para el mercado.
Sus caballos son una raza petiza, anchos en el pecho y con fuertes músculos;
están entrenados para manejar al ganado pecheándolos, empujándolos para el lado
que quieren que vayan.
Más tarde
descubrimos que el ganadero de Australia no utiliza ningún tipo de cuerda. Si
un cowboy australiano encuentra necesario manejar al animal por cualquier
motivo, lo cual no ocurre a menudo, simplemente lo va a montar, agarrarlo de la
cola y retorcerla para dirigirlo. Los australianos tampoco utilizan el lazo. Y
tampoco vimos ningún tipo de equipamiento de ese estilo por los ganaderos de Sudáfrica.
Comienzo a preguntarme si el orgulloso arte del rodeo Americano no será más que
una acrobacia obsoleta, tan útil como el esgrima. Quizás le sacamos muchas
hamburguesas de nuestros animales innecesariamente solo para mostrar lo
inteligente que somos con una soga.
Arriesgué mi hermoso traje de negocios para probar la silla del
gaucho. Resultó que el caballo era neck-reined[14],
pero no hablaba inglés y el gaucho usa tanto la fusta (rebenque) y pesadas espuelas así que no duré mucho. La silla del
gaucho no es para nada como las “sillas mecedoras” del oeste; en vez de
sentarte en ella uno se sienta sobre ella y está armada como una cama de
plumas, con capa sobre capa de mantas, relleno de cuero de oveja y cuero. Hay
tanto entre el jinete y el caballo que es difícil sentir al animal. Me gusta
más estar en contacto íntimo si él y yo esperamos formar un comité cercano, sin
estar separados por un colchón de mantas.
La silla tiene estribos, grandes discos de metal con agujeros del
tamaño de una bota, pero no me pareció que sirvieran de mucho; parecía que
existían solo para que el gaucho supiera donde estaban sus pies. Son un
derivado de un estilo mucho más simple de estribos, una tira de cuero crudo
ataja alrededor de un palito. Antiguamente el gaucho ponía sus dedos del pie
sobre el palo, con la tira pasando entre el dedo gordo y el segundo dedo del
pie; se lo veía como un estribo pero no parecía que pudiera aplicársele mucho
peso durante un aprieto.
Herman nos indicó este viejo estilo de estribos en una estatua llamada
El Gaucho que estaba en un pequeño
parque frente a la entrada principal del corral. Era un hermoso trabajo,
comparable en su calidad artística y su estilo a “The Scout” o “The End of theTrail”. El caballo de la escultura parecía ser el mismo tipo de animal, de
amplios hombros, pequeño y robusto que tan pacientemente había dejado que lo
probara, pero el gaucho retratado era de un siglo anterior con una cara dura y
de bravos rasgos indios, sin modificar por la sangre europea.
Herman nos hizo notar sus botas, que llegaban hasta su pantorrilla
pero no cubrían para nada sus dedos. “Cuando un caballo moría el gaucho hacía
dos cortes circulares en las patas traseras, por encima y por debajo del
tobillo, entonces le sacaba el cuero en un cilindro entero, de la misma forma
en la que uno se saca un media. Entonces se lo ponía en su pierna, con su talón
en el tobillo del animal y dejaba que se secara y encogiera; así se hacía un
nuevo par de botas”.
Ticky examinó la estatua. “¿Pero cómo se la sacaba?”
“No lo hacía, al menos hasta que se las cortaba para reemplazarlas por
unas nuevas. Esos veteranos vivían casi como los animales. Dormían en el suelo
en cualquier tipo de clima, nunca se lavaban, nunca se sacaban las botas. Eran
una raza dura”.
Ticky miró las botas retratadas con sus dedos sobresalientes, arrugó
su nariz y se dio vuelta. Ticky solía bañarse catorce veces a la semana hasta
que su médico la obligo a hacerlo solo una vez por día. Por mi parte yo
imaginaba que tipo de pie de atleta podría estar incubando dentro de esas botas
de cuero crudo pero me di cuenta que ese hombre
duro no habría notado nada menor a una gangrena.
Esa tarde Herman nos llevó a ver un tipo de escuela muy especial, la Escuela Pedro de Mendoza. Es la casa y
el estudio del maestro Benito Quinquela Martín, posiblemente el más grande
pintor argentino con vida; además es un museo de arte y una escuela de arte y
gramática. El señor Quinquela Martín
fue un niño muy pobre del barrio de la rivera, una rata de puerto. Gracias a
sus pinturas, ahora deseadas en todas las galerías, se ha vuelto rico, pero aún
vive y trabaja en el barrio pobre en el que se crió. La escuela es un hermoso edificio moderno de seis pisos frente al
agua; el Maestro es su propietario, paga los gastos y los salarios del personal
y los maestros. Los niños pobres del barrio comen gratis.
Un niño que asista a este colegio probablemente no se vuelva un
artista; se trata de una bien dirigida escuela de gramática. Pero cualquier
alumno que muestre algún talento artístico tiene todas las oportunidades de
estudiar arte bajo la tutela de un maestro reconocido. El señor Quinquela
nombró al colegio en honor al artista que le dio su oportunidad, el Maestro
Pedro de Mendoza.
Una de las cosas placenteras sobre el lugar es que el museo está
cargado con trabajos de otros artistas argentinos vivos, comprados por el
Maestro. Además, nombró cada aula por algún artista de la Argentina. No pudimos
conocer al señor Quinquela (aunque reciba sin reparos en su casa al turista o
el visitante casual) porque se encontraba de viaje, pero su personalidad
benigna se encontraba por todas partes. Su tema favorito sigue siendo su pobre
barrio de la ribera y es tan alta la consideración que por él tienen sus
vecinos que por todos lados vemos que los dueños de los depósitos y las casas
han pintado sus propiedades con colores brillantes porque al Maestro le gusta
poner colores brillantes en sus cuadros.
Cada aula tiene un mural hecho por el Maestro, una característica que
resulta más impresionante si agrego que sus cuadros cotizan entre veinte y treinta
mil dólares en el mercado. Cada curso está decorado apropiadamente para su
edad, empezando con cosas tipo Bugs-Bunny-Mickey-Mouse en el jardín de
infantes. Para estos pequeños niños es que cada puerta en la escuela está
pintada con un color diferente, para que los niños demasiado chicos para
obedecer un “Anda a la habitación diecinueve” se les puedan decir “Anda a ver a
la Señorita Gomez en el cuarto con la puerta roja”.
Nos fuimos del lugar sintiéndonos felices.
Aproveché el lugar donde estábamos para que me mostraran los barrios
marginales. Resultó que Buenos Aires tiene los barrios pobres más limpios que
jamás hayamos visto. Seguían siendo pobres, casas de baja calidad para los muy
pobres, pero estaban barridos y lavados y fastidiosamente limpios sin un solo
tacho de basura destapado, ni una pila de basura, ni un mal olor. El Presidente
Perón decidió que todos los ciudadanos debían ser limpios, así que hizo
responsable a cada policía local por la limpieza de su zona, llegando al punto
a que sus responsabilidades se extendían hasta llegar a la inspección
compulsiva de las cocinas de las amas de casa. Un ama de casa puede ser multada
por no lavar los platos, los pisos o no mantener su jardín, su pórtico o la
escalera de su entrada. El resultado son casas que están limpias, saludables y
felices, aunque aún pobres.
No podía dejar de preguntarme que es lo que pasaría si en un
vecindario de apartamentos en nuestro país la policía local intentara
inspeccionar las cocinas. ¿Qué le harían? Lo más probable es que le saquen su
cachiporra lo mataran a golpes con ella y lo hicieran desaparecer.
Hay otras cosas más importantes que la limpieza.
Buenos Aires, como todas las ciudades Latinoamericanas en las que
estuve hay un ruido estrepitoso de bocinas que pueden destruir los nervios.
Había escuchado que el sistema es que el primer conductor que suena su bocina
tiene el derecho de paso, lo que naturalmente resultaría en infinitos toques de
bocinas y probablemente en infinitos accidentes.
Pero esto no resultaba en infinitos accidentes. Le pregunté sobre el
tema a Herman y me dijo que no había entendido del todo el sistema; no era una
carrera para ver quién podía tocar la bocina primero. Cada conductor, a medida
que se aproxima a una intersección hace sonar rápidamente su bocina a una
cierta distancia de la esquina, aproximadamente cuarenta pies[15].
La señal del conductor que estuviera más cerca de la esquina iba a ser
escuchada primero y los autos que vinieran desde su ángulo derecho le dejarían
libre el paso.
El sistema me pareció ser extremadamente arriesgado pero funcionaba,
aunque el barullo era molesto. Sin embargo, Buenos Aires, por las noches,
estaba tan silenciosa como un partido de ajedrez, mientras que Santiago era tan
ruidosa por las noches que no habríamos podido dormirnos temprano aunque el
itinerario nos lo hubiese permitido. Le pregunté a Herman sobre este contraste.
“Oh, mire esto” Activo un interruptor en el tablero “Ahora la bocina
está desconectada y el botón de la bocina activa brevemente las luces altas. El
Presidente Perón decidió que la gente debe poder dormir por las noches. Así
que, cuando baja el sol, todos activamos este interruptor, manejamos con las
luces bajas en la ciudad, y usamos las luces altas para hacer señales en cada
esquina tal cual como usamos la bocina durante el día. Se lo multa a uno si
toca la bocina de noche”.
Herman coleccionaba multas de estacionamiento tal como lo hacen muchos
conductores Americanos; su negocio casi lo requería. Por el momento no pensaba
pagarlos porque se acercaba una amnistía por Navidad y esperaba que el contador
volviera a cero. Esta idea nos pareció exótica, pero más tarde nos encontramos
con un uso mucho más extraño de la amnistía en Brasil. En los artículos de
accidentes de tránsito en los diarios de Brasil siempre solían terminar con la
misma frase “Ambos conductores escaparon de la escena”.
Para nosotros, abandonar la escena de un accidente automovilístico es
casi tan terrible como partir a tu mujer con un hacha. No así en Brasil. Las
cortes están años atrasadas en su trabajo; si un conductor es arrestado acusado
de causar un accidente puede llegar a esperar en la cárcel casi para siempre
antes de que pueda ir a juicio; por ello se escapan y tratan de evitar el
arresto.
Lo más maravilloso del asunto es que si logra conservar su libertad
por veinticuatro horas se da la amnistía; nunca será arrestado. No estoy seguro
que ley (o falta de ley) se da en esta costumbre; puede ser que se trate de un
acuerdo bien entendido basado en el conocimiento común que las cortes no
podrían manejar todos los casos si la policía arrestara a todo el que se lo
merezca. En cualquier caso, los conductores se escapan y esconden.
La amnistía por fechorías y crímenes menores no parece estar tan fuera
de lugar en culturas en donde la amnistía para revolucionarios, presos
políticos y exiliados son comunes y casi una necesidad. El espíritu de perdonar
y olvidar hace que los aspectos más violentos de las costumbres
Latinoamericanas sean más tolerables.
Escuchamos de otro tipo de costumbre mucho más salvajemente exótica.
No pude constatarla ya que se refería al Paraguay, un país al que no pudimos
ir. Pero aquí está: se alega que Paraguay no tiene leyes contra el homicidio,
el asesinato se considera un asunto privado; o el asesinado es una mala persona
y todos se van a alegrar que este muerto, o los amigos y familiares del muerto
van a ser los responsables de vengar el asunto por su cuenta.
Mi primera impresión fue de horror, pero la idea tiene una cierta loca
lógica que a uno se le va pegando. Casi todos pueden hacerse una lista de
personas a las que les gustaría llevar a Paraguay y que nunca serán extrañados.
No pasamos todo nuestro tiempo viajando con Herman, lo que hubiese
sido más barato para mí. El Hotel Plaza está en uno de los extremos (el extremo
más caro) de la calle Florida, una de las mejores calles de compras del mundo.
Durante las horas laborales se corta al tráfico y los compradores pueden
caminar por ella de punta a punta.
Ticky es el tipo de mujer a la que se le salen los ojos y se ponen coloradas
con solo ver una rebaja en la vidriera de un local. Es una expresión similar a
la que Marilyn Monroe produce en los hombres, quizás sea un mecanismo
relacionado. El mayor peligro de la calle Florida son los cocodrilos, que vacíos
se convierten en carteras para las mujeres y atacan y muerden a los medios de
sustento económicos del hombre a cada paso que se dé por la calle. Te
arrancarán un pedazo, tu billetera, a la más mínima oportunidad.
No sirve de nada que me digan que una cartera esta “barata” a treinta
y cinco dólares simplemente porque la misma cartera cueste ciento cincuenta
dólares en New York; si estuviera en Estados Unidos no compraría una cartera ni
en un siglo y medio, aunque esté a treinta y cinco dólares, si pudiera evitarlo.
Mis ancestros granjeros se revolcarían en sus modestas tumbas.
Ticky fue moderada; solo compró tres carteras de cocodrilo.
Por supuesto, cada cartera tenía que tener sus zapatos que hicieran
juego. Además estaban (casi) regalando carteras de otros tipos. Además había
sweaters, blusas, guantes y otras cosas. Traté de recordarle que nos habíamos excedido
sesenta kilos sobre el límite de peso para sobrevolar los Andes y que íbamos a
tener que pagar por exceso de equipaje varias veces más; no creo que me haya
escuchado.
Una vez que me resigné a la inevitabilidad me resultó agradable verla
divertirse tanto. Para la mayoría de las mujeres, estar en la calle Florida es
como morirse e ir al cielo. Hasta donde haya visto u oído, no hay en otro lugar
del mundo tantos locales atestados en un barrio tan pequeño. Hay que sumarle a
esto el hecho que la tasa de cambio favorable hace que toda compra sea una
ganga (en la lógica femenina) y que realmente muchas de las cosas sean gangas maravillosas
bajo cualquier lógica.
Les doy este consejo, que aprendí por las malas, para todo aquel que
me siga: denle una cantidad fija de dinero y sáquenle los cheques de viajero. Díganle
solemnemente que cuando se acabe el dinero se acaba la diversión. Después quédense
en su habitación, tomando un San Martín y pensando en cosas serias; si van con
ella los va a tentar para que les den más dinero.
Por supuesto, fui con ella.
Ticky se encontró por primera vez con la costumbre del regateo. No era
buena haciéndolo, creía por instinto que era inmoral tratar de comprar algo por
debajo de precio, casi como sacarle el pan de la boca a los hambrientos hijos
del zapatero. Pero finalmente se le metió en la cabeza que, excepto en las
grandes tiendas por departamentos que publicitan “precios fijos”, cada
transacción en América Latina es un evento social, más valorado por el ritual
que por el lamentable aspecto económico. Además la mayoría de los vendedores no
estaban dispuestos a estafar a una señora,
incluso si esta venía de los Estados Unidos y, por consiguiente, se la creía
rica.
También se encontró con adorable costumbre de hacerle al comprador un
pequeño regalo una vez que se terminó la transacción, lo cual le resultó
encantador. A mí también me resultó encantador. Probablemente sea una práctica anti
económica que resulta en precios más altos de lo necesario o ganancias más
bajas de lo que corresponde, o ambos, pero no cuesta mucho y le agrega gracia y
calidez a la vida.
Durante una tarde de compras fue necesario parar por un té. Y por “té”
no me refiero a una taza de una tibia solución de ácido tánico con un poco de
leche; el té de la tarde en Buenos Aires es un poco más simple que la cena de
Acción de Gracias, pero no mucho. Hay que ir a una confitería, palabra que no debe ser traducida como “negocio de
confecciones”. (Sabiendo poco o ningún español varias veces intenté traducir
por medio de cognados[16],
como quedó claro más arriba; esto puede resultar en problemas. En uno de los
salones de nuestro hotel vi un cartel que me pareció que decía simplemente: NO
PROPAGATION PERMITED IN THIS ROOM[17],
lo cual me pareció una restricción razonable, incluso en un hotel de mente
abierta. Más tarde supe que decía: NO DAR PROPINAS. Y ni siquiera quería decir
eso).
Una confitería es una
combinación entre una fuente de sodas, un bar de cocteles, una tienda de té y
un restaurante, generalmente con música en vivo y otros lujos. Los mejores son
tan elegantes como el Stork Club; nuestro local favorito tenía el fondo cerrado
con una reja y estaba lleno con docenas de pájaros que cantaban siguiendo a los
músicos que se paseaban por el local.
Cerca de las cuatro y media o cinco de la tarde se reunían familias
enteras, Papá tenía su whisky con soda, Mamá su té y los niños tenían sándwiches,
tortas, leches malteadas, helado con soda o cualquier cosa que quisieran. No
tenemos ninguna institución para la familia entera que se compare en su amplia
selección de hospitalidad, pero es hora que lo imitemos. No lo vamos a hacer,
por supuesto; los puritanos van a decir que así se corrompe a la juventud.
Ticky y yo siempre elegimos helado con soda, pastelería francesa y
unos pequeños sándwiches muy elaborados. Siempre creí que las fuentes de soda
eran “Hechas en USA” y quizás así sea, pero nuestros vecinos nos pueden enseñar
algunos trucos, en particular la “Soda Eterna” como la llamábamos. La primera
vez que ordené una soda me llevaron gran vaso que es usual, pero, mientras que
estaba cargado con helado, crema batida y frezas aplastadas, no contenía agua
burbujeante ni espacio para ella. El mozo me entregó una botella de agua
carbonatada.
Me cobraron un precio muy modesto por un helado con soda pero me llevó
más de una hora terminar la combinación. No use toda la botella de soda, pero
cada vez que el vaso se vaciaba un poco le daba una transfusión. Cuando
terminamos nos arrepentimos de la cantidad de sándwichs y las masas que no habíamos
podido comer, cuando vino el camarero notó que no habíamos comido todo y bajó
la cuenta proporcionalmente.
Nos costó cuarenta centavos cada una.
La mayor parte de la mañana la matamos con una entrevista para una
revista y una transmisión de radio. Normalmente trato de evitar estos
compromisos, ya que mi voz por la radio suena como una sierra oxidada, y en
cuanto a las entrevistas, recelo de cualquier texto que no haya corregido yo
mismo. Estaba más ansioso por evitarlas de lo que estaría de haber estado en Estados
Unidos ya que las expresiones de un extranjero suelen ser utilizadas en contra
de su nación, mientras que en casa lo que parlotee no refleja más que mí opinión.
No tengo ningún entrenamiento especial de diplomático en como caminar por una
cuerda floja y, ciertamente, no quería causar un incidente internacional,
aunque fuera menor.
Le indiqué al muchacho de la radio que no hablaba español. No era
ningún problema, me informó; era el Servicio
Internacional del gobierno, el equivalente Argentino de la Voz de las
Américas, transmitida en banda corta en seis idiomas. Esto me puso más nervioso
que antes e indiqué que tenía un itinerario muy apretado (lo que era una
mentira, a menos que contáramos las confiterías)
y no tenía tiempo de ir al estudio.
Oh, nunca se les hubiese ocurrido pedírmelo, un equipo iba a ir al
hotel con equipos de grabación. Finalmente me rendí y acordamos verlos a ambos
la mañana siguiente. Primero llegó el reportero, que no hablaba inglés, lo que
casi me da una excusa para evitarlo, pero la mucama pelirroja de Irlanda estaba
en el cuarto; actuó como una magnifica traductora suplente. Poco tiempo después
apareció Herman y pudimos dejar que la mucama siguiera con su trabajo.
En vez de traducir la primera pregunta Herman empezó a discutir con el
reportero. Se giró hacia mí y protestó “Insiste que le pregunte cuánto dinero
gana al año”.
“Dígale que no voy a responder esa pregunta”.
Le dije que esa era una pregunta que ningún Norteamericano
respondería, pero insistió en mantenerla.
Lo pensé “Dígale que realmente no lo sé, que mi agente de negocios
maneja esas cosas. Dígale que solo soy un escritor que no entiende de negocios”.
“Está bien”.
El hombre de la estación de radio apareció y empezó a tender cables
por la habitación; el reportero cerró su cuaderno de notas y se retiró. Prepararon
un boceto, la mayoría de los temas eran bastante inocuos, cosas que podía
discutir sin ofender a nadie. Pero me sugirieron con énfasis, de forma oral,
que debía terminar diciendo algo bueno en relación a “Papá”.
No quería decir nada sobre el Presidente Perón, ni a favor ni en
contra; un turista que mete sus narices en política está buscando problemas,
para sí y para su país.
No me forzaron pero era muy difícil negarme. Intenté pensar algo
rápido sin éxito y de golpe recordé el cartel que habíamos visto por toda la
ciudad, la que rezaba sobre los niños; era tan apolítica como una tarta de
manzana, tan poco controversial como estar a favor de los caminos en buen
estado y el buen clima, pero era una cita directa del Presidente Perón.
Así que terminamos la transmisión con eso, citando tanto en inglés
como en castellano: “En la nueva Argentina los únicos privilegiados son los
niños”. Lo dije como un llamamiento a todas las naciones, y luego me sequé la
frente cuando se apagó la luz roja.
En el diario de la mañana me encontré con que dije que ninguna bomba
atómica podría destruir la Tierra, lo cual era bastante correcto; lo creía, era
acorde a la creencia de mi nación en el asunto, y más o menos lo que había
dicho. También vi que Ticky y yo planeábamos regresar a casa a través del Polo
Norte, lo cual era una idea encantadora, aunque no fuera verdad, pero no
lastimaba a nadie. Más abajo descubrí que hacía tanto dinero que no podía
seguirle el rastro y que estaba satisfecho mientras tuviera suficiente para
costearme autos lujosos, mantener mi mansión en Colorado y poder viajar a donde
y cuando quisiera.
Bueno, supongo que me lo busqué. Presentado como una ambición en vez
de como hechos consumados no estaba muy lejos de la verdad.
Mi auto se está volviendo un poco viejo y la casa necesita algunos
arreglos. Sería lindo tener tanto dinero.
Le pregunté a Herman sobre el tema al día siguiente. “Oh, no le
respondía, así que inventó lo que faltaba”. Frunció el entrecejo. “Acá las
cosas son diferentes. Tendrían que haber mandando un reportero que supiera
hablar inglés y que entendiera a los norteamericanos. Acá la primer pregunta
que le hace un reportero a alguien es ‘¿Cuánto dinero hace?’ y la persona
entrevistada siempre da una respuesta directa ‘Hago tantos y tantos pesos al
año’ es una pregunta cortes y una respuesta perfectamente adecuada”.
“No en los Estados Unidos”
“Lo sé, aunque parece a algunos texanos no les molesta”.
“Bueno… Los texanos son un caso especial. Tienen sus propias reglas,
más como las suyas”.
“Si, pero no tanto. Hace poco había uno en el hotel en el que están
ustedes. Usaba uno de esos grandes sombreros y botas altas. Estaba alardeando
de cómo podía empapelar su habitación del hotel con billetes de cien dólares si
lo quisiera”.
“¿Hmm… uno o dos San Martines de más?”
“Puede que haya estado tomando, pero no lo creo. Era pleno día y llamó
a la recepción y les dijo que le mandaran treinta mil pesos en cambio; estaba
comprando algunas cosas para su mujer. Se enojó cuando no lo hicieron”.
No tenía nada que comentar.
Herman continuó “Noté que mis invitados de Estados Unidos siempre
mencionan con orgullo que de niños eran pobres. Usted muchas veces dijo algo
similar”.
“Si”.
“Descubrí que es algo de lo que los norteamericanos se enorgullecen.
Acá, si un hombre se enriquece viniendo de un origen humilde trata de
mantenerlo oculto. Al argentino le gusta alardear, si puede, ‘mi padre y mi
abuelo me dejaron tanto dinero que puedo tener cualquier cosa y no trabajar’”.
Más tarde me encontré con una confirmación en esta gran diferencia de
actitudes. Estaba en un evento social con un ministro de Estado Argentino que
alguna vez había servido a su país en New York. Le estaba hablando a alguien
más pero se dirigió a mí para que le confirmara algo que había dicho, ya que era
el único “yankee” presente. “Le estaba diciendo a tal de tal que mi salario en
los Estados Unidos era de tres mil dólares por mes y que era un muy buen
salario. ¿Esto es verdad?”.
Le aseguré que treinta y seis mil dólares al año, libre de impuestos,
era un muy buen salario en cualquier lado. Se lo vio muy complacido.
Para nuestra pena llegó la mañana en la que tuvimos que pagar nuestra
cuenta. Cuando volvimos a nuestra habitación la encontramos ocupada por un
enorme bouquet de flores, tenía una tarjeta que decía “Bon voyage, de su amigo
y guía en B.A. – Herman”.
Herman nos llevó al barco, nos hizo pasar rápidamente por la aduana,
nos llevó a bordo aconsejando que le diéramos propina a los maleteros del
puerto, y luego nos llevó de vuelta al centro. Tuvimos un almuerzo solemne y
nos llevó de nuevo al barco. Poco tiempo después el M.S. Ruys se alejaba del
puerto con sus pasillos adornados con serpentinas y la banda tocando. Me di
cuenta que mis ojos se llenaron de lágrimas, algo que no había esperado que
pasara cuando abandonara el paraíso muy bien cuidado por la policía de “Papá”
Perón. Miré a Ticky y encontré con que estaba teniendo el mismo problema. Me miró
y dijo “¿Vamos a volver, no? ¿No lo dijiste solo para complacer a Herman?”.
“No te quepa duda que vamos a volver”.
[1] En cursiva se indican las palabras originalmente en español (N d.
T)
[2] Virginia "Ginny" Gerstenfeld, tercera esposa de Heinlein.
[3] Se refiere al presidente Dwight
D. Eisenhower
[4] Puede estar refiriéndose a los
comisarios del partido comunista en la Unión Soviética.
[5] Se refiere a Thomas Joseph
Pendergast, un caudillo que controló la ciudad de Kansas.
[6] El hotel en el que Heinlein se
hospedó en su escala en Santiago de Chile.
[7] Se refiere a la década de 1890.
[8] 1,5m por 1,8m
[9] Una expresión en inglés que se
refiere al “tómalo o déjalo”.
[10] Un tipo de picada Sueca.
[11] La explicación de Hernan, aunque
correcta, es imprecisa ya que la Av. Nueve de Julio comenzó a construirse en
1936 y ya se discutía su construcción desde principios del siglo XX, mucho
antes del ascenso al poder de Perón”.
[12] 1,6 Kms.
[13] 482.803
Kms
[14] El termino ingles se refiere al
caballo que es dirigido con la presión de la rienda sobre el cuello del lado
contrario al del giro.
[15] 12,9 Mts
[16] Se refiere a palabras de un
mismo origen etimológico.
[17] La reproducción está prohibida
en este cuarto.