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A continuación reproduzco una nota sobre el callejón Del Pecado, aparecida en la revista Caras y Caretas #23 (11/03/1899) que relata un poco de la historia de la misma.
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Se narra un vulgarísimo drama
pasional, de esos que ocurren todos los días entre las gentes del pueblo, en e1
que una muchachita requerida de amores por un galán de pañuelo al cuello y aro
en la oreja, ante la negativa rotunda y desdeñosa de corresponder á la ardiente
pasión del don Juan orillero, cayese una noche acribillada a puñaladas en esa
callejuela, huyendo el matador, que a las dos noches se le encontrara
ahorcado en los propios barrotes de la reja a que solía asomar la cara
de cielo de su víctima.
Si este fuera verdaderamente el
origen del nombre de ese callejón, nada más impropio ni improcedente. Aquello
no habría sido un pecado sino un crimen y si hechos de esta naturaleza debieran
dar nomenclatura a las calles (por mas que respetemos los caprichos e
incoherencias de la tradición) ¡á cuantas podría habérseles dado por mayor razón
el nombre con que fuera bautizad como con un expiatorio sambenito, el estrecho
y breve pasadizo que acaba de ser purificado por la Municipalidad, después de
haberlo materialmente transformado la especulación y el progreso, con el
perfumante nombre de Aroma, sin duda para poner en un suave olor de santidad
lo que hasta hace poco olfa aún a
todas las chamusquinas del infierno!
Creemos que la tradición a que
nos referimos más arriba, no es otra cosa que una fantasía vecinal de los modernos
moradores de
aquella
zona de nuestra metrópoli, no encontrando a mano su inventiva otro
pretexto más romancesco para explicar el siniestro nombre de la vieja callejuela.
Nos imaginamos que ese nombre del «Pecado» tiene un perfecto origen macareno.
La plazuela aquella fue el sitio en
que en la época colonial estuvo ubicada la primer plaza de toros de Buenos
Aires, y el callejón
a que hacemos referencia y que
presentamos en una muy bella fotografía, tomada en los últimos tiempos de su
existencia histórica, es el que daba acceso al toril desde los bretes en que se
encerraba á las reses de lidia.
Hasta hace poco se conservaba
sobre los arcos de la recova ó galería que ocupaba el frente Este de la plaza,
y del que se ve un ángulo en nuestro grabado, algunos vetustos restos del
maderamen que pertenecía a los palcos de honor, en cuyo centro estaba el del
Virrey, Cabildo, oidores, alcaldes y regidores de aquel tiempo, acompañados de
las familias de fuste y campanillas que formaban la alta aristocracia de esta
muy noble y leal ciudad de la Santísima Trinidad de los Buenos Aires.
Esa callejuela era, pues, el albañal
en que pululaba la gente de rompe y rasga, con conexiones tauromáquicas, y como
en los días de descanso ese era también el pasillo de las juergas, los amoríos,
los beberajes e indudablemente de los celos y de las puñaladas, de ahí que a
algún chulo de aquellos de patillazas y marsellés bordao de los del
tiempo de Goya y don Ramón de la Cruz, contemporáneo del Marqués de Sobremonte,
se le ocurriera bautizar a la calleja aquella, con el nombre der pecao, y ya se le pegó para toda la
vida: es decir, hasta que en los meollos de la fina y perfumada municipalidad
actual salió la femenil y acicalada ocurrencia de llamarla Aroma, que es
como llamarla: ¡Sarasa!
La nueva vida republicana,
reaccionando enérgicamente contra lodo lo que era gordo, así como las exigencias creadas por la civilización, la
afluencia de población y expansión material del perímetro urbano en nuestra
capital, determinaron no solamente la abolición de las corridas de toros, sino
también la creación de centros de intercambio que facilitaran el comercio de la
ciudad con la campaña cuyas riquezas ya empezaban a requerir mercados públicos
para ser cotizadas y vendidas a la especulación europea.
La Plaza de Monserrat fue entonces
habilitada como Mercado de Frutos, el primero también que se conoció en Buenos
Aires, cuando el 11 de Septiembre y la Plaza Constitución pertenecían aún al
dominio de las chacras.
La «Calle del Pecado» mantuvo por
ese tiempo en activo y perfecto auge su apropiado nombre, pues mientras las
grandes carretas tucumanas de quincho de cimbol, y las cordobesas de paredes de
totora y techo abovedado de pieles de toro, apoyadas en sus pértigos y con la culata
alzada, servían de ambulantes bazares a la venia de los productos del interior,
mientras nuestros carretones de altas y macizas ruedas descargaban sus ricos y
pestilentes cuerambres, sus lanas criollas y sus manojos de cerda y pluma de
avestruz, en la estrecha y poco aseada calleiuela se instalaban, entre
los puestos de sandías y melones, los despachos de ginebra y tortas melosas,
decoradas por las moscas, las mozas de la vida airada, dedicadas al merodeo
amoroso de soldados y troperos, estableciéndose allí otro mercado, abigarrado,
promiscuo y poco higiénico, en donde se oían todas las tonadas de tierra
adentro a que hacían fondo musical los rasguidos quejumbrosos de la vihuela criolla.
Se van las tradiciones, se van los
recuerdos; la mampostería antigua se hace polvo para servir de liga secular a
las modernas é improvisadas construcciones; pero no para en eso la acción
revolucionaria del presente con respecto al pasado; se transforma la raza;
nuestros hijos ya no llevan los honrados y sencillos nombres de nuestros
abuelos, y hasta a las calles que llevaban un nombre que constituía tal vez la
evocación de una época, se las despeja de su título tradicional, y como a un
pisaverde se las envía a la flamante peluquería municipal para que de allí
salgan muy correctamente afeitaditas y perfumadas con el nombre de «Aroma».
GRIFO.